Editorial:

Necesidad de un consenso nacional

EL RESULTADO de las elecciones generales a Cortes sitúa a la cabeza de las formaciones políticas nacionales a la Unión de Centro Democrático y al Partido Socialista Obrero Español. Se podría decir que Adolfo Suárez ha ganado la carrera; pero en realidad el gran triunfador de la jornada ha sido Felipe González. También hay que incluir entre las opciones bien situadas a las que, en Cataluña y Euskadi, han defendido la autonomía.Y cabe asimismo una reflexión inicial. Cuando, en el primer estallido de la libertad en España, se multiplicaron los partidos y los minipartidos, los grupos y grupúsculos...

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EL RESULTADO de las elecciones generales a Cortes sitúa a la cabeza de las formaciones políticas nacionales a la Unión de Centro Democrático y al Partido Socialista Obrero Español. Se podría decir que Adolfo Suárez ha ganado la carrera; pero en realidad el gran triunfador de la jornada ha sido Felipe González. También hay que incluir entre las opciones bien situadas a las que, en Cataluña y Euskadi, han defendido la autonomía.Y cabe asimismo una reflexión inicial. Cuando, en el primer estallido de la libertad en España, se multiplicaron los partidos y los minipartidos, los grupos y grupúsculos de toda índole, los enemigos más o menos disfrazados de la democracia se frotaban las manos. «¿Ven ustedes -parecían decir- cómo España es un país ingobernable, no preparado para la democracia? Ya lo decíamos nosotros.» La realidad del escrutinio ha arrasado estos esquemas y estas coartadas prefabricadas. El sereno veredicto del pueblo ha dejado sólo dos grandes formaciones, y unos pocos partidos más representativos a nivel nacional. El peligro tal vez pueda ser otro: el de la división del país en dos. Ello es lo que ahora hay que evitar a toda costa.

El éxito de la UCD y el PSOE ha ocasionado así la pérdida de posiciones de sus competidores directos. La victoria del partido gubernamental ha barrido del escenario a la Federación Demócrata Cristiana, encabezada por los señores Ruiz-Giménez y Gil-Robles. El impetuoso avance del PSOE ha perjudicado gravemente al PSP y sus aliados, además de pulverizar al llamado PSOE histórico. Por lo demás, el PCE no ha conseguido rebasar, fuera de Cataluña, las fronteras de su clientela ideológica. El voto genéricamente democrático y antigubernamental, al que también aspiraban los comunistas, ha ido mayoritariamente hacia el PSOE.

Pero el mayor derrotado de la jornada es, sin duda, Alianza Popular. Una coalición que fue creada el pasado mes de septiembre, precisamente con la pretensión de querer ganar estas elecciones por mayoría absoluta. La espectacular derrota de la coalición encabezada por el señor Fraga linda con la catástrofe. Y es la más importante lección que se puede extraer de los comicios celebrados anteayer. La voluntad de los electores ha mostrado hasta qué punto eran infundadas y fantásticas las esperanzas de los ex ministros de Franco, quienes, en la soledad y adulación del Poder, confundieron el silencio de los ciudadanos, provocado por la represión y el amedrentamiento, con la adhesión política. Evidentemente, por una vez quien callaba lo hacía a la fuerza, no porque otorgara. Los comicios del 15 de junio proyectan una nueva luz sobre las cuatro décadas que nos anteceden. El franquismo pertenece ya a la historia. El país debe olvidar los espectros del pasado y afrontar resueltamente su futuro.

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Y evidentemente los dos grandes protagonistas de nuestro futuro inmediato son la UCD y el PSOE, que han contraído una grave responsabilidad ante un electorado que les ha respaldado masivamente. Y es que las tareas y problemas que debe afrontar España no podrán ser resueltos sin una colaboración entre esas dos formaciones políticas. La ley de Reforma no puede ya ser tomada al pie de la letra para la designación del presidente del Gobierno. Tras las elecciones, el señor Suárez necesitará, para seguir en su puesto, no sólo la confianza del Rey, sino también el refrendo de la mayoría de las Cortes. Las monarquías parlamentarias descansan sobre usos constitucionales que en ocasiones no han sido formalizados por escrito. Ahora bien, es un hecho que la UCD no dispone de la mayoría absoluta ni en el Congreso de Diputados, que es la Cámara donde mejor se expresa la soberanía popular, ni en el Senado. Pero hay más. Ni siquiera una hipotética mayoría absoluta habría permitido a la UCD afrontar en solitario el temible tramo de reformas constitucionales y medidas de urgencia que ahora se inicia, con una oposición tan sólida y unida como la que representan los diputados y senadores de un solo partido: el PSOE.

Las correcciones a la proporcionalidad en el Congreso y el sistema mayoritario en el Senado han premiado, además, a la UCD con un número de escaños proporcionalmente mayor que los«sufragios recibidos. La distancia entre la UCD y el PSOE debe medirse por los votos recibidos en las elecciones al Congreso de Diputados, y no por el número de escaños que ocupa en en la Cámara Baja y en el Senado. Y ese cómputo enseña que un tanto por ciento exacto de los españoles apoya al partido del presidente Suárez y un tanto por ciento no menos concreto al partido de Felipe González.

Por otra parte, si la ventaja de la UCD sobre el PSOE se contabiliza indiscriminadamente a escala nacional el resultado puede ser engañoso. En las zonas rurales, la pervivencia del caciquismo, la influencia de los delegados gubernativos y la información escasa o tergiversada facilitan el voto ciego a favor del Gobierno: en las grandes capitales y en las áreas más desarrolladas se dan condiciones infinitamente mejores para un sufragio libre y ponderado.

Aunque los resultados globales de toda la Península puedan crear el espejismo de un menguado éxito gubernarnental, el voto de los ciudadanos de los más importantes núcleos urbanos y de las regiones más adelantadas han reducido la ventaja favorable a la UCD o incluso han invertido esa relación en beneficio del PSOE.

En cualquier caso, parece evidente que las clientelas electorales de la UCEI y el PSOE, separadas en muchas e importantes cuestiones, tienen al menos un punto común. Estas dos formaciones políticas han recibido el respaldo de la parte de la sociedad española, ampliamente mayoritaria, que desea el cambio y que desecha cualquier solución que signifique la prolongación del franquismo institucional. Esta homogeneidad que deriva de la voluntad de cambio hace indispensable un acuerdo en profundidad entre la. UCD y el PSOE. Sería imposible que las nuevas Cortes -cuya misión debe ser sobre todo constituyente y para dejar paso cuanto antes a la convocatoria de nuevas elecciones legislativas celebradas bajo la nueva normativa y en un clima de libertad real- hicieran frente a sus tareas sin una amplia mayoría parlamentaria, representativa de las grandes fuerzas sociales del país, capaz de consolidar la democracia.

Cuatro son las cuestiones cruciales que se inscriben en el orden del día de las nuevas Cortes: la redacción de una Constitución, la, negociación de los estatutos de autonomía con -por lo pronto- Cataluña y Euskadi, la aprobación de un plan económico de urgencia cuyas cargas estén equitativamente distribuidas entre toda la población, y la renovación de la vida provincial y local mediante la urgente convocatoria de elecciones municipales. Este acuerdo podría quedar fortalecido mediante la entrada en el Gobierno de representantes del PSOE, pero no cabe ignorar que los obstáculos para una coalición de este género son serios y tal vez insuperables: el deseo del señor Suárez de formar un gobierno monocolor y las reticencias del PSOE, vistas las sombrías perspectivas de nuestra economía, a asumir responsabilidades de ese tipo.

Por lo demás, la UCD va a tener que decidir, en breve plazo, si continúa siendo, como hasta ahora, un heterogéneo conglomerado de grupos e ideologías o si se estructura como un partido con pensamiento y disciplina propios. No parece arriesgado apostar por la segunda posibilidad, ya que tanto los hombres del presidente como algunos líderes del antiguo Centro Democrático se han pronunciado a favor de la transformación de la alianza electoral en partido gubernamental. Mayores problemas aguardan al PSOE. Por un lado, los sufragios que se han emitido a su favor encierran, en proporciones imposibles de adivinar, dos tipos distintos de compromisos y lealtades: el voto ideológico socialista, y el voto democrático, puramente político. Es de suponer que esta heterogeneidad del apoyo electoral creará serias tensiones tanto en el seno de esa clientela como en sus relaciones con el partido. Pero hay más. El peso fundamental de la campaña electoral del PSOE ha recaído sobre las espaldas de su primer secretario, Felipe González, cuya figura ha eclipsado al resto de sus compañeros. Queda por despejar la incógnita de si el PSOE cuenta con la potencia de organización, cuadros cualificados, militancia de base, coherencia y disciplina que le exige su electorado. Porque el PSOE debe convertirse en el gran partido -todavía no lo es- que sus votantes, y el país entero, necesitan.

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