Rafa Nadal, el hombre que salvó al tenis masculino
La irrupción del tenista balear con 17 años puso en cuestión el dominio absoluto de Roger Federer en aquel tiempo y devolvió a su deporte lo más importante: la incertidumbre. La expectativa de ver un partido único, que mida a dos rivales capaces de ganarse
Hubo un tiempo en el que el tenis masculino se arriesgó a convertirse en una dictadura. Daban igual la superficie, el rival o la hora: la victoria era para Roger Federer. En las pistas se escuchaban risitas incómodas, porque al suizo le llegaban saques a 210 kilómetros por hora que él restaba como quien da los buenos días. Crecía la sorpresa, porque el campeón no sudaba, ni se despeinaba, ni gritaba. Y la incredulidad se expandía entre l...
Hubo un tiempo en el que el tenis masculino se arriesgó a convertirse en una dictadura. Daban igual la superficie, el rival o la hora: la victoria era para Roger Federer. En las pistas se escuchaban risitas incómodas, porque al suizo le llegaban saques a 210 kilómetros por hora que él restaba como quien da los buenos días. Crecía la sorpresa, porque el campeón no sudaba, ni se despeinaba, ni gritaba. Y la incredulidad se expandía entre la vieja guardia, empezando por Andre Agassi, al ver cómo ese chaval que antes se desteñía el pelo con agua oxigenada y escuchaba a los Metallica se estaba transformando en el epítome de la elegancia, el éxito y la excelencia. La pregunta no era cuántos grandes torneos ganaría Federer, sino en qué número dejaría el récord de trofeos de Grand Slams ganados.
Y entonces llegaron una noche de 2004, y un chaval de 17 años, el número 34 del mundo, de nombre Rafael Nadal Parera.
Se juega en Miami. “Poned la tele”, cuenta la leyenda, nunca confirmada, que transmite el español a sus allegados. Lo que es seguro es que al otro lado de la red está Federer, ganador de 28 de sus 29 últimos partidos, campeón de la copa de maestros, coronado en Australia y acunado sobre una racha de 12 victorias seguidas. Nadal alcanza bolas imposibles, convertido en el malecón que resiste las embestidas del océano y lo expulsa fuera de su vista con un zarpazo. Vence por doble 6-3. Y ese día empieza algo más que una rivalidad mítica (24-16 para el español) y una amistad inesperada.
Porque desde entonces Nadal, en la victoria y en la derrota, devuelve al tenis masculino lo más importante en cualquier deporte: la incertidumbre. El que no haya ganador seguro. La expectativa de poder ver un partido único, que mida a dos rivales capaces de ganar al otro en cualquier momento. Ese es el imán de una rivalidad poderosa, rebosante de contrastes, fuego y agua, rock y ópera, camiseta sin mangas y polo de marca, que atrae hasta el tenis a un público nuevo.
Y algo más: Nadal abre el camino a otros. ¿Habría existido Novak Djokovic tal y como lo conocemos sin que Nadal hubiera mostrado que Federer era humano? ¿Habría ganado Carlos Alcaraz en la hierba de Wimbledon sin que antes Nadal hubiera roto una racha de cuatro décadas sin victorias españolas en el cuadro masculino?
Seguro que sí: imposible contener a dos talentos infinitos como esos. Pero Djokovic y Alcaraz, como Andy Murray, habrían tenido que llegar hasta donde están de otra forma, pisando terreno ignoto, sin que alguien antes hubiera atravesado la selva de Federer a machetazos, abriendo camino, diciendo, seguidme, es posible, por aquí se llega.
Primero pasó en Roland Garros, sobre tierra, donde Nadal opacó durante años la excelencia de Federer, un terrícola consumado. Luego ocurrió sobre hierba, en Wimbledon 2008, en un día de nubes, rayos y truenos, que lo cambió todo. Y al final, rotas ya todas las barreras, también sucedió sobre cemento en una final grande, la de Australia 2009.
Aquel día, Federer lloró (“God, it’s killing me”, Dios, esto me está matando), y Nadal le abrazó. La dictadura había mutado en rivalidad, y finalmente, en competición abierta: ahí estaban Djokovic, el que más títulos grandes tiene ahora, o Murray, eterno aspirante de curriculum brillante; o incluso el argentino Juan Martín del Potro, que logró colarse en la época de mayor esplendor de los cuatro. Todos se retroalimentaron, todos se mejoraron, y los tres interiorizaron, cada uno a su manera, el mensaje que ahora queda en el centro del legado de Nadal: creer y creer; caer y levantarse; superar las derrotas y las lesiones; seguir y seguir hasta que ya no se pueda.
Ahora que ese día ha llegado, el tenis despide al hombre que lo revitalizó y mira al insaciable Djokovic para oficializar el inicio de una nueva era cuando él también diga basta.
Juan José Mateo cubrió la irrupción de Rafael Nadal en el circuito para este diario.