Peter Handke, un ‘after’ y la cuchara de Totti
Las estadísticas dicen que los penaltis son una ciencia, una ilusión que sirve solo para aliviar la inquietud por la falta de talento o el sentimiento de impostura
El fin de semana pasado fui a Barcelona a visitar a mi madre. El viernes me invitaron a un cumpleaños y dejé a mi hija con ella. La celebración, como era imaginable vistos los participantes, se alargó y a la salida de una discoteca, un grupo de amigos decidió seguir en una casa. Yo no lo tenía claro. O me largaba en ese mismo instante o me iba a encontrar despierta a mi madre cuya mirada, a mis 42 años, iba a poner en duda demasiadas cosas a estas alturas de la noche. Y de la vida. Como siempre, dudé demasiado. Pero un insólito rapto de lucidez me apartó mientras los otros enfilaban el sendero...
El fin de semana pasado fui a Barcelona a visitar a mi madre. El viernes me invitaron a un cumpleaños y dejé a mi hija con ella. La celebración, como era imaginable vistos los participantes, se alargó y a la salida de una discoteca, un grupo de amigos decidió seguir en una casa. Yo no lo tenía claro. O me largaba en ese mismo instante o me iba a encontrar despierta a mi madre cuya mirada, a mis 42 años, iba a poner en duda demasiadas cosas a estas alturas de la noche. Y de la vida. Como siempre, dudé demasiado. Pero un insólito rapto de lucidez me apartó mientras los otros enfilaban el sendero del after. Cuando metí la llave en la cerradura vi la luz encendida y supe que quizá había tomado la decisión acertada, pero no en el momento adecuado. Chutar por el ángulo correcto, en suma, unos segundos tarde. Más o menos así debe funcionar la ciencia del penalti de la que renegó Luis Enrique para no preparar la tanda que eliminó a España contra Marruecos. También la de Brasil. Especialmente cuando no cuentas con el talento de determinados personajes para saber cuándo toca o no hacer algo.
La tarde del 29 de junio del año 2000 matábamos las horas en un bar del Raval de Barcelona con unos amigos. En el viejo televisor de tubo, un tal Francesco Totti se reía de las estadísticas que paralizaban a sus compañeros en el centro del campo del Johan Cruyff Arena. Il Capitano, que entonces contaba 23 años, cogió el balón que nadie quería en la tanda de penaltis de la semifinal de la Eurocopa, se volvió hacia un aterrorizado Paolo Maldini y le soltó aquello de: “Nun te preoccupà, mo je faccio er cucchiaio” [No te preocupes, ahora hago la cuchara]. Lo demás ya es historia. Van der Sar, portero de la selección anfitriona, se venció hacia la derecha, incapaz de descifrar la suave parábola decantada hacia al otro lado de la portería. Una curva parecida a la que proyectó el penalti definitivo de Hakimi el otro día ante Unai Simón. Solo que Totti, claro, tenía delante a al mejor portero del mundo, un tipo de 1,97 metros de altura que encogía la portería -y el corazón- solo con mirarle. Algunos insisten ahora en que el éxito de esos lanzamientos, también los que clasificaron a Croacia y Argentina esta semana, podría analizarse en clave científica.
Las estadísticas, como recordaba Kiko Llaneras en este periódico hace un tiempo, aseguran que los penaltis no son una lotería y se marcan el 76% de las veces, según InStat. Tampoco los son el resto de decisiones que tomamos bajo presión (también a las 6.30 de la mañana con la pistola del alba en la nuca). Los datos matizan también que hay especialistas. Algo que daría la razón solo medio segundo a Luis Enrique cuando sacó a Pablo Sarabia al final del partido (minuto 117), que había marcado todos los penaltis lanzados desde que es profesional (16 de 16) antes de fallar el que le tocó. ¿Valía la pena sacarle? El problema es que los tiradores habituales anotan el 77%, y los debutantes el 75%: una diferencia poco relevante. Además, en las tandas mundialistas, donde aumenta la presión, se rebaja el nivel de acierto hasta un 71,5%. De modo que quizá no hacía falta tantas alforjas para aquel viaje.
Luego Hakimi, con nuestro cadáver -y el de Luis Enrique- sobre la mesa el pasado martes, decidió tirar a lo Panenka. Pero en realidad los datos dicen que era la mejor opción. Y que no era ninguna vacilada. Un estudio publicado en la revista científica Journal of Economic Psychology que reproducía la revista Líbero analizó 286 penaltis lanzados en las grandes competiciones internacionales. Casi el 30% iba hacia el centro de la portería -como el que tiró Messi contra Países Bajos- pero solamente en un 3% los porteros se quedaban parados. ¿Por qué? Por ese terror a aparecer haciendo la estatua, a salir retratado como un idiota.
El miedo del portero al penalti, legendario libro del Nobel Peter Handke, escrito en 1970, ponía el foco en el guardameta como símbolo de ese aislamiento y de la soledad en los momentos que dejan cicatrices. Un tipo atemorizado que acaba trabajando de mecánico y termina despedido. Y el miedo ya nunca desaparece. “El portero miraba cómo la pelota rodaba por encima de la línea...”, así empezaba. Visto sobre el césped y superada la prórroga, la presión es toda para el que patea. Y solo ahí, puede que la ilusión de la ciencia contribuya a aliviar la inquietud que produce la falta de talento, el sentimiento de impostura que arrastramos o la angustia de ser por un segundo alguien que pinta algo. Aunque toque elegir entre tu madre y los amigos en un callejón del Poble Sec.
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