La celebración del apátrida
Soy un italiano atípico: nunca llegué a entender del todo las emociones de un aficionado, aunque sí aprendí a envidiarlas
La noche se volvió frenética en un momento, luces, banderas, abrazos, bocinas, voces. Paolo Rossi, Paolo Rossi, Paolo Rossi. Lo que sucedió en el Santiago Bernabéu el 11 de julio de 1982, y sobre todo la celebración que vino después, asomado a la ventanilla del mini de mis padres en una playa del Adriático, se convirtió en mi primer recuerdo emocional. Sin duda, no tenía una idea nítida de lo que estaba pasando: iba a cumplir cuatro años dos semanas más tarde. Pe...
La noche se volvió frenética en un momento, luces, banderas, abrazos, bocinas, voces. Paolo Rossi, Paolo Rossi, Paolo Rossi. Lo que sucedió en el Santiago Bernabéu el 11 de julio de 1982, y sobre todo la celebración que vino después, asomado a la ventanilla del mini de mis padres en una playa del Adriático, se convirtió en mi primer recuerdo emocional. Sin duda, no tenía una idea nítida de lo que estaba pasando: iba a cumplir cuatro años dos semanas más tarde. Pero me gusta pensar que esa noche se moldeó mi noción de alegría, la gratificación de ver a los demás disfrutar, experimentar una plenitud efímera por algo que ellos sí conocían y que, claro, yo también quería conocer.
El fútbol acompañó mi infancia de forma natural. Los cromos, las estampas o las figurine; los partidos en el pasillo del colegio con pelotas de papel de aluminio durante el recreo. Los domingos neblinosos en las gradas del estadio de Ferrara con mi padre para ver a su equipo, la Sociedad Polideportiva Ars et Labor, o SPAL, que siempre me evocó más un taller que un campo de juego. Simpaticé con la Juve de Platini y más tarde con el Inter, por ese cliché de que siempre es más poético sufrir un poco. Aun así, soy un italiano atípico: en el fondo nunca tuve idea de fútbol ni tampoco llegué a entender del todo las emociones de un aficionado. Aunque sí aprendí a envidiarlas. Y los únicos momentos en los que las rocé fueron algunos Mundiales. En menor medida, los Europeos.
Voy camino de cumplir media vida fuera de Italia y, tal vez por la alquimia del sentimiento de pertenencia, padecí y celebré con las derrotas y los triunfos de mi selección. Sin embargo, ahora que no compite como ocurrió hace cuatro años en Rusia, se complica mi estatus de falso apátrida. El acontecimiento deportivo que más me conmovió fue la victoria de España en Sudáfrica, que viví en la redacción de EL PAÍS en Madrid. Probablemente el cierre más divertido de la historia, o al menos de mi historia como periodista. En 2018 residía en Bogotá y me sentí desolado por la eliminación de Colombia. Y este año me emocionaré, de nuevo, con España y también con México, el país donde vivo.
Claro: mi posición puede ser refutada fácilmente, incluso resultar odiosa, por su comodidad. Quizá es porque, a estas alturas, no he entendido el fútbol. O quizá porque lo que disfruto realmente es ver disfrutar y celebrar a los que me rodean, como esa noche de 1982. Eso es la compañía, una derivada del juego, y eso también es sentimiento de pertenencia. Y, a fin de cuentas, porque los envidio, queridos aficionados.
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