La Argentina agazapada
El efecto patria tan mentado, que el fútbol impulsa como nadie, se apodera de una sociedad rota, dividida en demasiados trozos. Y, por supuesto, los que la rompen tratan de aprovecharse de eso.
Buenos Aires, el sol de esta mañana de noviembre, jacarandás, atascos. En la autopista que va del aeropuerto a la ciudad hay un peaje, una docena de casetas gastadas, hordas de coches a paso de tortuga. El que me lleva se enfrenta a la barrera con su pase automático; la barrera se abre pero, al mismo tiempo, muestra unas letras de lucecitas rojas que dicen “moroso”. No lo entiendo; el conductor me explica que no tiene fondos en su cuenta del peaje pero que entonces la máquina le permite pasar algunas veces, no sabe cuántas, quizá diez, hasta que pague, y que por eso le recuerdan que es moroso....
Buenos Aires, el sol de esta mañana de noviembre, jacarandás, atascos. En la autopista que va del aeropuerto a la ciudad hay un peaje, una docena de casetas gastadas, hordas de coches a paso de tortuga. El que me lleva se enfrenta a la barrera con su pase automático; la barrera se abre pero, al mismo tiempo, muestra unas letras de lucecitas rojas que dicen “moroso”. No lo entiendo; el conductor me explica que no tiene fondos en su cuenta del peaje pero que entonces la máquina le permite pasar algunas veces, no sabe cuántas, quizá diez, hasta que pague, y que por eso le recuerdan que es moroso. No ha pagado, le fían, usa lo que algún día, eventualmente, si puede, pagará. Gasta a cuenta, gasta lo que no tiene para seguir gastando: la Argentina empieza en el primer peaje.
—Y qué querés, a veces alcanza, a veces no. Pero tampoco me voy a quedar en mi casa, ¿no? Tengo que salir para buscarme el mango.
(Me explica el conductor, la lógica impecable).
La Argentina, sabemos, es un caso extraño. Como decía el gran economista Simon Kuznets, hay cuatro tipos de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. Lo decía, básicamente, porque ninguno fracasó tanto, ninguno cayó tanto, ninguno quedó tan lejos de lo que prometía. La Argentina vive con el karma de no haber sostenido su promesa: esa esperanza de grandeza que terminó en esta chiqueza. En Buenos Aires los edificios están descascarados, los coches están descascarados, las personas están descascaradas.
Descascarado es una palabra muy precisa: aquello que perdió su cáscara, lo que lo aislaba del entorno, lo que le daba una apariencia diferente. La Argentina es un país descascarado y su camino a la pobreza ya lleva medio siglo pero aún nos sorprende: seguimos viviendo como si no pudiéramos creer que somos lo que somos, como si quisiéramos seguir creyendo que seremos lo que no. Y por eso gastamos a cuenta, y somos más y más morosos, y nos desesperamos y nos peleamos más y más: es duro vivir en el contraste constante entre ilusión y realidad. Aunque, por supuesto, la ilusión es tenaz.
Ahora la Argentina tiene un gobierno que algunos distraídos todavía llaman “de izquierda” porque a veces dice que es de izquierda, pero que empezó con 16 millones de pobres y ahora tiene 17 —con la mitad de los menores de 14 bajo la línea de pobreza—, que recortó alrededor del 15 por ciento los presupuestos de salud y educación públicas, que pactó con el Fondo Monetario Internacional y aceptó sus dictados y soporta 100 por ciento de inflación al año y apoya a dictadores como Ortega o Maduro.
Por eso —entre otras cosas— la Argentina ahora no es un país; es un territorio donde tantos se pelean con otros tantos. O, por lo menos, eso hacemos 47 meses cada 48. Después, al fin, llega el Mundial.
—Pero, cómo no lo vamos a ganar, papá. Tenemos al mejor y tenemos los huevos bien puestos. Mirá, podremos perder en todo, pero en esto le ganamos a cualquiera.
(El muchacho limpia parabrisas en un semáforo no muy concurrido; de tanto en tanto recibe una moneda; de tanto en tanto, una puteada).
La Argentina no puede gastar más, ya gastó todo varias veces, sus ricos no confían en ella y se llevan su dinero a otra parte: por eso la inflación y la desigualdad y la miseria. Le queda, para creer que algo le queda, el fútbol, ese engendro. Para seguir creyendo que es más que lo que es, la Argentina necesita el fútbol. El fútbol es una riqueza tan desigualmente distribuida. Inglaterra, Italia, España, Rusia, Estados Unidos, China, México, la India nunca tuvieron un jugador entre los mejores de la historia; la Argentina tiene, de los cinco o seis que aspiran a ese puesto, tres. Podría haber sido diferente: los argentinos podrían ser excelentes golfistas o pintores de brocha gorda o pastores de células madre; resultaron descollantes en las canchas. Por eso dicen que en ningún país del mundo el fútbol ocupa ese lugar que sí ocupa aquí: por algo la única exportación cultural importante de la Argentina en estas décadas son los cantitos de la hinchada —que se oyen desde Montevideo hasta México, de Barcelona a Tokio. Y por eso, un mes cada 48, los argentinos sienten que les llega su momento. El fútbol le devuelve a la Argentina su primacía imaginaria, su ilusión perdida.
—Sí, yo ya tengo todo pensado. Mirá, el primer partido lo voy a ver con los compañeros del laburo, el segundo con los pibes del colegio, el tercero, que no importa mucho, lo veo con mi novia, para que no se enoje. Para el de octavos tengo dos propuestas, todavía no elegí; y después el de cuartos seguramente lo veré con mi viejo, pobre. Y de la semi no te digo nada por si acaso pero bueno, ya lo ves, lo importante es estar bien organizados.
(Dice un muchacho de veintitantos, pelo corto, ningún tatuaje, que después me dirá que estudia economía. Y que se ríe cuando le pregunto si siempre se ordena así y me dice que no, que si me creo que está loco, que esto es un Mundial, hermano, es el Mundial).
El restaurante Fervor, de Buenos Aires, —cuyo nombre refiere o no refiere a Fervor de Buenos Aires, uno de los peores libros de Jorge Luis Borges— es un comedero distinguido en el barrio más distinguido de la ciudad, a media cuadra de la vieja casa de Adolfo Bioy Casares. Allí, los porteños ricos van dejando sus 4x4 en la puerta para que se los aparquen o estacionen mientras se sientan a comer carne espectacular —y alguna brizna de pescado y muchos postres con dulce de leche. Allí, esta noche, un equipo de fútbol —los quince o veinte integrantes de un equipo de fútbol— festejan algo: son jóvenes, nacieron pobres, tienen otras palabras y otras caras.
El fútbol nos hermana
Gritan; se podría imaginar que atraerían el repudio del resto, pero no: señores elegantes se acercan a preguntarles dónde juegan, qué creen que va a pasar en el Mundial, cómo lo ven a Leo, esos asuntos. El fútbol nos hermana, dicen: nos prima, por lo menos, o avecina. A veces parece —tantas veces parece— que fuera lo único que realmente compartimos.
Para eso sirve, por supuesto.
—Nos peleamos porque somos unos pelotudos, con perdón. Lo que yo no entiendo es por qué no podemos unirnos siempre como nos unimos con el fútbol.
(Dice una señora de 40 o 50, bien vestida, amable, y yo no intento contestarle).
Así que cada cuatro años la Argentina vuelve a ser un país. En estos días, las grandes marcas locales refuerzan el nacionalismo folkie con sus publicidades: Buenos Aires tiene una larga tradición de publicistas guay que siempre están ahí, pero que se desatan en cada Mundial, cuando producen esos anuncios patrioteros sensibleros que mezclan goles y banderas y personas comunes y muchachos multimillonarios y entusiasmos torcidos y el triunfo ajeno imaginado como propio.
Y las banderas y la conversación llenan las calles, las mesas, oficinas, escuelas y talleres, esquinas y pantallas. Por un mes todos deponen —dentro de lo posible— sus brutas diferencias y se creen que quieren lo mismo: que ganen los nuestros. El efecto patria tan mentado, que el fútbol impulsa como nadie, se apodera de una sociedad rota, dividida en demasiados trozos. Y, por supuesto, los que la rompen tratan de aprovecharse de eso.
Parece un chiste malo pero es la pura realidad: ahora, en el gobierno peronista, el plan maestro consiste en aguantar la inflación hasta que llegue el Mundial y nos distraiga; después, si todo anda bien, habrá festejos y alegrías y después las fiestas navideñas y así el clima de desespero cederá unos meses y, si tienen suerte, podrán llegar hasta las elecciones del 2023. Insisto: no es un chiste, es lo que dicen señorones muy serios que manejan los destinos de un país.
Pero esos señorones tiemblan ante la posibilidad de la derrota: temen como al diablo la posibilidad de la derrota. Te lo dicen: ahora lo que mantiene tranquila a “la gente” es la esperanza del triunfo. Son millones de personas que han tenido que renunciar a sus costumbres, a esas pequeñas cosas que les daban gusto: el asadito o el cine o el paseo o el helado o el viejo vicio de comer dos veces al día. Y que, de algún modo, encuentran en el fútbol y en la selección algo que las compensa. Pero si no lo encuentran, nadie sabe.
—Es que hay que darle una alegría a nuestro pueblo. Ya bastante sufre como para que encima no ganemos. Y además, si no ganamos se va a armar un quilombo…
(Me dice un funcionario alto, que parece convencido de que la comida se puede reemplazar con goles en los televisores).
Casi perverso, casi obsceno
Llega el Mundial, momento nacional. Es raro ver tanta gente tan distinta, tan enfrentada habitualmente, tan distante, y pensar que en unos días todos vamos a querer lo mismo, pensar todos lo mismo, gritar todos lo mismo. Es casi perverso, casi obsceno —pero así son las patrias. Y así son, también, las burlas de la historia: que todo este tinglado, que las esperanzas de los gobernantes y el humor —y el destino— de un país dependan, como siempre en la Argentina, de una sola persona: si Messi sí, si Messi no. Parece mentira que tanto cuelgue de las patadas de su zapato izquierdo: si le pega un centímetro más atrás y la pelota va 20 centímetros más acá, adentro del arco, o si le pega uno más adelante y la pelota va 20 más allá, por sobre el travesaño, digamos, por ejemplo.
Es la clave, además, del Drama Messi: cómo el mejor jugador de alguna historia se juega en estos días su última ocasión de no ser el segundo —el mejor del mundo y el segundo mejor de la Argentina— para siempre, de no quedar como ese pusilánime que no pudo lo que el otro pudo; el que, a diferencia del Gran Diego, nunca ganó un Mundial. Es curioso: alguien que lo tiene casi todo necesita tener esto para que todo eso que tiene no le sepa a mierda; necesita, para ser lo que siempre quiso ser, para ser lo que los argentinos le exigen que sea, acertar ese centímetro de menos o de más cuando le pegue al cuero. De eso dependerá su historia —y muchos creen que la nuestra.
—Ojalá perdamos enseguida, que ni pasemos de la fase de grupos. Si no, el peronismo se queda para siempre.
(Me dice un periodista prestigioso, opositor en general y más ahora, que se lamenta del rol que juega el fútbol).
Llega el Mundial, tan pronto, y la Argentina lo espera agazapada. ¿Es verdad que ese centímetro puede decidir lo que pase en el país en los próximos meses, en los próximos años? ¿Que, como dicen tantos, si ganan o ganamos el Mundial el peronismo tiene más chances de quedarse en el poder y no las tiene si pierden o perdemos? ¿Puede ser, en serio puede ser que el destino de un país dependa de semejante tontería?
La solución, en unas semanas y unos meses. O nunca, más probablemente.
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