Puñetazos como raquetazos en Roland Garros
Ayoub Ghadfa consigue una plata, la segunda medalla de la delegación de boxeo en los Juegos de París, mayor cosecha olímpica de la historia de España
Onomasto de Esmirna fue el primer campeón de boxeo del que se tuvo noticias, siete siglos antes de nuestra era. Además de dar los puñetazos más destructivos de su tiempo, Onomasto codificó las reglas de una disciplina que es básicamente la misma que se practicó ayer en la velada nocturna de la gran final de boxeo celebrada en un ring que los organizadores de los Juegos de París resolvieron montar sobre la tierra batida de la pista de tenis más noble de la Europa continental. La que se ubica en el fondo del estadio Philippe Chatrier, sede central de Roland Garros. Monumento a la burguesía francesa convertido ayer en reducto de los pueblos nómadas de Asia Central, convocados aquí al son de los tambores para idolatrar al ídolo uzbeko Bakhodir Jalolov.
Bastó con verlo salir por el fondo de la pista por donde antes solía salir Rafa Nadal para comprender por qué nadie daba una gallina por el español Ayoub Ghadfa Drissi el Aissaoui. El combate de la máxima categoría, reservada a hombres de más de 92 kilos, se prolongó con todo su prescriptivo ritual a lo largo de los tres asaltos reglamentarios. Se hizo evidente que Jalolov, que nació en un pueblo perdido de la frontera con Tayikistán, al pie de los montes de Guissar, no había venido hasta aquí para apreciar Roland Garros. “Vine a ganar”, advirtió, rotundo, cuando acabó la faena.
Así recorrió el cuadrilátero como si fuera el salón de su casa mientras estiraba su interminable brazo derecho, medía las distancias, y amenazaba con el izquierdo lanzando golpes de exhibición más que punitivos, como quien pone las bases de una advertencia. La posibilidad material de que algo muy desagradable ocurriría si su guante conectaba con un ser vivo, transformó el episodio en algo casi amistoso. Ayoub Ghadfa ya tenía la medalla de plata, no era cuestión de llevar las cosas más allá del punto de no retorno. Al cabo de los tres asaltos podría decirse que cada uno cumplió con su papel en un clima de hermandad hispano-uzbeka.
Cuando ocho de los nueve jueces puntuaron favorablemente al doble campeón mundial y vigente campeón olímpico, el público festejó sin júbilo ni perplejidad. Estaba escrito. Oro para Jalolov, plata para Ayoub Ghadfa, y música para todos. Donde una vez hubo un templo de la discreción proverbial, capital de la raqueta y el savoir faire, se instaló una especie de discoteca asiática. Cubierta con la capota, la Philippe Chartier se iluminó con luces rojas. Los uzbekos cantaban a coro Rasputín, de Boney M. Un guiño macabro. La megafonía ponía Life is Life, de Opus, y Jump Around de House of Pain. En cuanto pudieron, todos los voluntarios del COI corrieron a hacerse fotos en el ring. El cuadro era ciertamente exótico.
Ayoub Ghadfa Drissi el Aissaoui, nacido en Marbella hace 25 años de padres marroquíes, consiguió la segunda medalla de boxeo que se apunta España en París, tras el bronce logrado por Emanuel Reyes en categoría de 92 kilos. Se trata de la mayor cosecha española en la historia del pugilato olímpico. Ayoub y Emanuel suceden en los podios al pionero, Enrique Rodríguez, bronce en Múnich 1972, y a Rafael Lozano, que ahora coordina la preparación de todos los boxeadores españoles en estos Juegos. Sin la perspicacia de Lozano, que ganó un bronce en Atlanta y una plata en Sydney, los medallistas de hoy no habrían llegado tan lejos.
El bullicio era completo. La emoción, escasa. Todo transcurría en un clima de atronadora previsibilidad. Reinaba la dicha. Cuentan que el boxeo se implantó en los Juegos modernos en 1904, en San Luis. Según los archivos solo hubo medallistas nacidos en Estados Unidos: 18 en todas las categorías. Desde que se desintegró la Unión Soviética, la historia ha vuelto a su cauce. El boxeo olímpico, como el pugilato que importó Onomasto desde Anatolia a Europa hace 27 siglos, sigue siendo un deporte esencialmente asiático. Así parece, a juzgar por la multitud de kazakos, kirguisos, tayikos, turkmenistanos y uzbekos que acudieron a la llamada del bosque de Boulogne.
La ruta de la seda desembocó en las gradas que rodeaban la pista de tierra batida, cubierta de lonas y placas de polímeros negros. En el centro, el ring, y alrededor el mundo extraño. El sonido de la muchedumbre remitía al desierto, a la estepa, a la cordillera de Altai, a Samarcanda y Bujará. Solo faltaban los camellos bactrianos. Cuando los combates concluían, los ganadores eran portados en volandas. Los Juegos reservan un lugar de gloria para cada uno, por raro que parezca.
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