La caída del dios Jakob Ingebrigtsen en los Juegos Olímpicos de París
El norteamericano Cole Hocker, se impone en los 1.500m con un extraordinario récord olímpico (3m 27,65s) tras una carrera en la que el noruego favorito fue cuarto tras liderar la prueba hasta los últimos 80 metros
Es difícil ser Jakob Ingebrigtsen, tener tanto talento y no ser querido por todos. Ni por su padre, que le explotó y maltrató para convertirle en su gran trofeo de entrenador autodidacta, ni por gran parte de la afición, que no le aclama como aclamó a Mondo Duplantis cuando sale a la pista, cinco minutos antes de su caída. Sale el último, campeón olímpico aún, y, dispuesto al sacrificio absoluto, levanta el índice de la mano derecha bien alto, para que todo el mundo vea quién es el número uno. Y su gesto despierta indiferencia, si no animadversión. La soberbia, o su apariencia, se castiga en un mundo en el que la humildad, aun falsa, es un valor. Y el grito de desafío al tirano, el más seguido. Olvidan su generosidad con el medio fondo, con el 1.500m, la carrera de los nobles británicos y de los purasangre de todo el mundo. Porque gracias a él, derrotado, todos los que le ganan y casi todos los que le siguen logran la mejor marca de sus vidas.
A 80 metros del final, como fieras se lanzan a por él y le devoran, cazador agotado, por su derecha, Josh Kerr, el que le machacó en Budapest, y por su izquierda, pegado a la cinta, por el interior, ratonero, Cole Hocker, cristiano de Indianápolis obligado por su fe, porque proclama, “Dios me ha dado un don y mi obligación es dar lo mejor de mí”, y él, Jakob, el soberbio, ya no tiene aliento. Kerr se cree ganador, subestima a Hocker y a su confianza, que no para, que sigue y sigue y le supera, y remata al noruego por el exterior Yared Nuguse, el norteamericano compañero de apartamento en Boulder, Colorado, de Mario García Romo, el salmantino tan bajo en París. Los tres primeros bajan de 3m 28s, una barrera que en la historia de la prueba solo habían roto seis atletas. Gana Hocker, y, como puntilla, con sus 3m 27,65s, bate el récord olímpico que en Tokio, en una carrera parecida pero con final feliz, Ingebrigtsen había dejado en 3m 28,32s. Kerr, segundo, 3m 27,79s, bate el récord británico, una distinción importante en el país de Steve Ovett, Sebastian Coe y Steve Cram. Nuguse, tercero, 3m 27,80s, también logra la mejor marca de su vida, y hasta Ingebrigtsen, muerto, derribado, bate su propio récord olímpico para terminar cuarto (3m 28,24s).
Ocho años después de Jim Centrowitz en Río (en una final ganada por encima de 3m 50s, antes de la revolución de las zapatillas), Hocker, de 23 años, devuelve el cetro de los 1.500m a Estados Unidos, país que nunca dejará de llorar a su Jim Ryun, el mejor mediofondista que han conocido, que nunca fue campeón olímpico.
Y es cuarto el noruego. Es blanco, es un niño prodigio de la tele y de las pistas que a los 17 años ganó los Campeonatos de Europa de 1.500m y 5.000m en tres días únicos en Berlín. Devolvió el título olímpico a Europa arrancándoselo al maravilloso mediofondo africano en los Juegos de Tokio. Fue capaz de rebelarse contra su padre abusador. Abandonarlo. Crecer libre. Todos se entrenan como él, con doble umbral, midiendo lactatos, midiendo las cargas, el método Ingebrigtsen, que ha revolucionado el medio fondo tanto como la tecnología de las suelas. Debería ser el héroe amado, y, sin embargo, cuando, como siempre, se pone al frente de todos, front runner que sigue solo su idea, su ritmo, la afición reza por los que le siguen, les motiva, no os rindáis, que le podéis, se puede casi oír. Que caiga el poderoso.
Le siguen los de siempre, aquellos a los que destrozó en la final de Tokio, el escocés fanfarrón Josh Kerr, tercero en Tokio, con sus gafas atómicas, el que ya le derrotó en la final del Mundial de Budapest; el keniano Tim Cheruiyot, segundo en Tokio, y el norteamericano inesperado, Cole Hocker, de tan feo estilo y tan eficaz, una especie de Michael Johnson del 1.500, la cadera baja, como si fuera una carretilla. A la espera, calculando con la lengua fuera, pues el ritmo ni es fácil –54,82s el 400m, 1m 51,82s el 800— ni es continuo. No es una liebre al uso. Es un campeón de 1.500m que gana con facilidad las pruebas de 5.000m, las secundarias, pero que en los dos últimos Mundiales ha sido derrotado, ha sido segundo. Acelera y desacelera, intenta romper la respiración de los que siguen y esperan, que se estiran y se reagrupan al ritmo de sus pasos. Cuando suena la campana, la carrera se acelera más aún. Ingebrigtsen aprieta el paso, su penúltimo cambio, el cambio sostenido pensado para acabar con todos. Pero los que le persiguen no ceden. Esperan. Esperan. El más impaciente, Josh Kerr, suelta su trallazo a 250m, en la contrarrecta, como hace un año triunfante en Budapest. Es el que esperaba Ingebrigtsen, 24 años y ya parece un siglo, tanto tiempo domina el medio fondo, reina. Responde, se mantiene. Pasan el 1.200m en 2m 47,27s.
En el 1.500m más denso de la historia, en la final olímpica más rápida por puestos, todo se decide en 13s, en los últimos 100m, en menos, en 10s, en los últimos 80. Culminan así un último 400m en 54,26s. Todos atacan. Todos tienen fuerzas y rabia. Ingebrigtsen, el dios, cae. En el Stade de France, una fresca brisa anuncia al anochecer el fin de la segunda ola de canícula junto al Sena.
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