Simone Biles se retira de la final por equipos por un problema de salud mental
La mejor gimnasta del mundo para de competir por un ataque de ansiedad y denuncia la gran presión de las estrellas del deporte. Rusia vence a Estados Unidos
Rusia ganó a Estados Unidos, campeona en 2012 y 2016. Una sorpresa, sí, gran noticia, sí, pero no la noticia de la noche olímpica en Tokio. Acabado el salto, Simone Biles desaparece de la gran sala de gimnasia. Abatida, la cabeza baja, y hasta parece que se apaga el leotardo tricolor y brillante, rojo fuego, plata, azul mar oscuro. Camino de un rincón oscuro en el pabellón, lejos de los focos de luz blanca que dañan a la vista, la acompaña un auxiliar.
¿Dónde está Biles, dónde?, se susurra entre las mesas de...
Rusia ganó a Estados Unidos, campeona en 2012 y 2016. Una sorpresa, sí, gran noticia, sí, pero no la noticia de la noche olímpica en Tokio. Acabado el salto, Simone Biles desaparece de la gran sala de gimnasia. Abatida, la cabeza baja, y hasta parece que se apaga el leotardo tricolor y brillante, rojo fuego, plata, azul mar oscuro. Camino de un rincón oscuro en el pabellón, lejos de los focos de luz blanca que dañan a la vista, la acompaña un auxiliar.
¿Dónde está Biles, dónde?, se susurra entre las mesas de los periodistas, decenas de ellos, muchísimas norteamericanas que han llegado horas antes preparadas para vivir una de su mejores noches olímpicas, la que iniciaría el segundo apogeo de su Simone Biles en unos Juegos, la estrella que más brilla en el universo.
En el salto, el único aparato en el que participa, Biles se ve tan mal que por primera vez en su carrera se sale por la tangente del apuro. Deja el Amanar (mortal en plancha tras entrada en Yurchenko y dos piruetas y media) en solo pirueta y media, y, pese a todo, con su sentido felino, cae de pie. Nunca hace las cosas sin arte, ni las peores. Se pierde en el aire y, al aterrizar, es como si se preguntara, dónde estoy, qué hago aquí. Un clic. Se pierde la gimnasta, se encuentra la persona. Debido a su extravío, Estados Unidos sale con un punto de desventaja del primer aparato de los cuatro de la final por equipos.
“Después de eso, no podía seguir, no”, explica luego. “No estaba lesionada. Bueno, sí, se me había lesionado el orgullo”.
Biles vuelve unos minutos más tarde, cuando sus tres compañeras de equipo, Grace McCallum, Jordan Chiles y Sunisa Lee, ya están en el rincón de las asimétricas. Su entrenadora, Cecile Landi, marsellesa, la abraza. La gimnasta después va directa a su mochila. Saca un chándal blanco y se lo pone sobre el leotardo, y unas chanclas para los pies. No disputará las asimétricas. Y tampoco los restantes dos aparatos, barra y suelo, anuncia con brevedad su equipo en un comunicado, en el que alegan “razones médicas” que la impiden continuar y que serán evaluadas diariamente antes de autorizarla a participar el jueves en la final individual de concurso completo y domingo y lunes en las cuatro finales por aparatos.
No se vive el apogeo del planeta más brillante del sistema solar. El pabellón de gimnasia de Ariake, una construcción provisional de madera en la bahía de Tokio, vive un eclipse inesperado, pero, quizás, no sorprendente. El domingo, en la prueba clasificatoria, Biles cometió errores inusuales, aunque no dramáticos, y Rusia terminó por delante. Fueron los nervios, la ausencia de público, el estreno… Todos los argumentos eran válidos para que el martes ocurriera lo que todos deseaban, que Biles liderara a sus compañeras y que Estados Unidos diera un golpe en la tarima y volviera a vencer, y que ella, Biles, siguiera sumando medallas de oro a las cuatro con las que salió de Río de Janeiro hace cinco años.
La vida verdadera seguía otro curso. El lunes, la víspera de la final, Biles escribía en su Instagram: “Muchas veces siento de verdad como si cargara sobre mis hombros el peso del mundo. Sí, ya sé, hago como si nada y hasta parece que la presión no me afecta, pero, narices, a veces es demasiado difícil”.
Después de cinco años, desde que volvió de Río y estalló el escándalo de Larry Nassar, el médico del equipo de gimnasia de Estados Unidos condenado por abusar sexualmente de cientos de gimnastas niñas, Simone Biles se ha empeñado, y hasta creyó conseguirlo, en ser lo que el mundo pensaba que era, una mujer perfecta, capaz de asumir sin pestañear el liderazgo en la lucha por cualquier causa, contra toda injusticia, contra los abusos sexuales, contra la discriminación racial, para conseguir que todas las mujeres, que todas las gimnastas, perdieran el miedo a hablar, que todas liberaran la lengua, que denunciaran sin miedo. Y logró que el mundo cambiara como había logrado con su fuerza, su potencia, que también la gimnasia femenina dejara ser gimnasia de niñas anoréxicas para convertirse en el deporte en el que mejor se expresara la mujer, fuerte, potente, sin miedo.
Biles es la mejor gimnasta de la historia y una referencia para todas las mujeres negras. A Tokio llegaba llevando en la maleta el salto definitivo, el Yurchenko con doble mortal en carpa, tan difícil, tan peligroso, que pocos hombres se atreven a hacerlo. Sería, su realización, como la traca final de una sesión de fuegos artificiales, atronadora y definitiva. Fue el momento de ruptura. El salto que milagrosamente salvó sin caerse le hizo ver, nítida, la verdad. Lo que era. Así dijo en la conferencia de prensa: “Tenemos que proteger nuestros cuerpos y nuestras mentes y no hacer siempre lo que el mundo quiere que hagamos”. Y también: “Creo que el problema de la salud mental es más prevalente ahora que nunca en el deporte”. Y sus palabras hacen eco, justamente, a las de la gran estrella japonesa del deporte, la tenista Naomi Osaka, que meses después de retirarse de Roland Garros y hablar, por primera vez, del gran tabú de la salud mental, y de sus preocupaciones, aceptó ser la deportista que encendiera el pebetero con la antorcha en la inauguración de los Juegos. El mismo día del eclipse de Biles, Osaka quedó eliminada del torneo olímpico, y volvió a hablar del demonio de la presión. Justamente, dos de las revistas de más tirada y más influencia en la opinión pública mundial, Time y Sports Illustrated, eligieron a la tenista y a la gimnasta, respectivamente, como protagonistas de los Juegos en sus portadas.
Con el chándal, en chancletas, charlando sin parar por los pasillos, bromeando, inquieta, incapaz de sentarse, achuchando a sus compañeras, que perseguían una remontada imposible ante las frías como el hielo, frías como Rusia es fría, siempre se dice eso de las rusas y así son, imperturbables Angelina Melnikova, de 21 años, Vladislava Urazova, de 16, Lilia Ajaimova, de 24, y Viktoriia Listunova, de 16 recién cumplidos, una niña aún, Simone Biles fue la mujer que, quizás, siempre ha querido ser, animadora, jaleadora, fan número uno, despreocupada por el resultado. Una niña feliz por ayudar a sus compañeras.
“No sé si participaré el jueves en el concurso completo”, dice Biles, quien se había marcado el reto de ser la primera gimnasta, desde Vera Caslavska en 1964, que repitiera victoria en dos Juegos Olímpicos. “Vamos a ir día a día. Volvía por el equipo y ellas estuvieron a la altura”.
Su fuerza, aún en chanclas, en chándal blanco, es tremenda. Es la Biles cruda y libre, y el cuarteto de las rusas pierde los nervios en la barra de equilibrios, el tercer aparato, al que ha llegado con una ventaja de 2,5 puntos tras unas asimétricas en las que por Estados Unidos solo brilla la gran Sunisa Lee. Dos de las rusas, la mejor de entre ellas, Melnikova, y Uzarova, se caen de la barra. Hasta las norteamericanas más fallonas, McCallum y Jordan Chiles, salvan sólidamente el paso. Llegan al suelo las norteamericanas con solo 0,8 puntos de desventaja. Biles se exalta, chilla, abraza, charla sin cesar. Parece una chavala feliz. La remontada es posible. Simone Biles deja de ser Simone Biles y baila. Hasta que precisamente se cae en suelo su mejor amiga, la Jordan Chiles que se entrena con ella en el gimnasio de Spring, Texas. Ni el ohhh tremendo, y su eco, que sueltan las periodistas norteamericanas de decepción es tan expresivo como la cara de Biles, que minutos después sube al podio a por la primera medalla de plata de su historia olímpica (salió de Río, su eclosión, con cuatro oros y un bronce) y felicita la primera a Melnikova, la jefa de las rusas, la abraza y le dice que no se preocupe por ella, que está muy bien, hasta parece que se emociona, inevitable, quién no, con las notas del concierto para piano de Chaikovski que sustituye al himno ruso para celebrar la victoria de sus gimnastas, que no son Rusia, sino ROC, mientras sonríe ante el brillo de una medalla de plata que nunca había ganado.
“Ahora tengo que centrarme en mi salud mental. Ya no confío en mí tanto, quizás me esté haciendo mayor”, dice la gimnasta de 24 años, que quizás, involuntariamente, está asumiendo otra carga, la de liderar a las mujeres deportistas en la lucha por la salud mental. “No solo somos deportistas. Al final del día somos personas y a veces tenemos que dar un paso atrás. Sí, y creo que hablar, decirlo todo, ayuda. Estamos en algo tan grande, son los Juegos Olímpicos, que si no estás al 100 o al 120% al final del día te tienen que sacar en una camilla, porque acabarás haciéndote daño a ti misma”.
Quizás, al final, Simone Biles no será la cabra (GOAT, la mejor de todos los tiempos), pero será por elección propia, porque querrá ser feliz, quizás. O así lo pareció en chándal y en chancletas, viviendo su vida, sin más.
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