Cincuenta años no es nada
En estos días se han cumplido cincuenta años de una decisión crítica: llegar a España en 1975
Tomamos decisiones todos los días, pero pocas son críticas hasta el punto de marcar el resto de nuestras vidas. No más de cuatro o cinco. En estos días se han cumplido cincuenta años de una de las mías: llegar a España. La cadena de consecuencias de aquella decisión sigue viva, porque nunca más abandoné este país.
Aproveché una oportunidad profesional que me permitió escapar de una Argentina convulsa y aterrizar en una España futbolística, política y culturalmente prometedora. ...
Tomamos decisiones todos los días, pero pocas son críticas hasta el punto de marcar el resto de nuestras vidas. No más de cuatro o cinco. En estos días se han cumplido cincuenta años de una de las mías: llegar a España. La cadena de consecuencias de aquella decisión sigue viva, porque nunca más abandoné este país.
Aproveché una oportunidad profesional que me permitió escapar de una Argentina convulsa y aterrizar en una España futbolística, política y culturalmente prometedora. Dos meses después de mi llegada moría Franco y despertarse cada día era como leer un capítulo nuevo de la historia. Algunas de esas historias las cerró el tiempo, por ejemplo, esta: aprendí España leyendo el recién nacido diario EL PAÍS, y hoy me toca ser parte y escribir esta columna semanal.
El tiempo no mide igual mirado desde distintas edades. Cuando era un adolescente y oía cantar a Gardel que “veinte años no es nada”, me parecía un exceso. Hoy, mirando hacia atrás, estos cincuenta años me confirman la verosimilitud del mismo tango: “Es un soplo la vida”.
Llegué a un Alavés que estaba en Segunda División. Vitoria era una ciudad fría y lluviosa y tuve que aprender a jugar en el barro, para lo que no estaba preparado ni técnica ni físicamente. Era alto y delgado (diez kilos menos que al final de mi carrera), y mis piernas de ave zancuda, que exhibía con medias bajas, pagaron caro la coquetería: dos roturas de peroné. Se pegaba mucho en aquellos tiempos. Mi sistema muscular tampoco resistía, hasta el punto de que en el primer año tuve varias roturas fibrilares. Era tal mi fragilidad que un día me rompí quitándome el pantalón, una vergüenza solo reconocida hoy, cincuenta años después.
A mis 19 años ya había debutado con la Selección Argentina, así que mi contratación era un recurso sólido para ascender al Alavés a Primera. Pero la vida no es tan fácil y el primer año nos salvamos de bajar a Tercera División en el minuto 90 del último partido… con un gol mío. Ese recuerdo me acompaña con orgullo, porque no fracasar importa tanto al honor como triunfar. Pensaba que el Alavés sería mi trampolín para llegar al Real Madrid. Pero para culminar ese salto tuve que esperar diez años y pasar antes por una experiencia inolvidable en Zaragoza, ya en Primera División.
Vivía en un hotel y en las largas y solitarias tardes me refugiaba en la lectura, una compañía que nunca me abandonó. En mi segunda vida la palabra fue tan importante como lo fue el balón en la primera. Nunca supe si llegar al Alavés fue la mejor decisión profesional, pero no dudo de que, en lo personal, fue un periodo que contribuyó a formarme y endurecerme.
En Vitoria conocí a mi mujer y, antes de echar raíces, ya me estaba ramificando en hijos que, ahora, me dieron nietos. En cincuenta años hay tiempo para cosas buenas, muy buenas, malas y muy malas. Se llama vida. Y aunque hoy toque mirar para atrás, siempre he creído que la vida está ahí adelante.
Recuerdo un viaje en coche con Alfredo Di Stéfano cuando, al ir a toda velocidad, dijo medio asustado: “O vamos muy rápido o los pueblos están muy cerca”. Igual de rápido veo pasar al futbolista, al entrenador, al directivo, al comunicador, al conferenciante… Siempre con un pie puesto en el fútbol, mi pasión y mi fiesta.
Hoy me siento cien por cien argentino y cien por cien español. Sé que si Milei leyera esto me quitaría algo de argentinidad por haberme ido, y que Abascal me quitaría españolidad por haberme quedado. Pero qué se le va a hacer.