La eterna gatera del fútbol español

El inicio del juicio por el caso Rubiales nos recuerda, de un modo casi traumático, que el fútbol nuestro no se parece en nada al de ellos, que poco tiene que ver la pasión de nuestro abuelo con las sonrisas de bellaco que se gastan muchos de los personajes que estos días desfilan por el juzgado

El expresidente de la RFEF, Luis Rubiales, a su llegada este miércoles a la sede de la Audiencia Nacional en San Fernando de Henares (Madrid).FERNANDO VILLAR (EFE)

Huele el fútbol español a cerrado, a casa sin ventanas, a salón de fumadores y a un montón de cosas más, casi ninguna de ellas agradable. Apenas lo notamos de lunes a domingo, el tiempo medio que solemos dedicar a lo más importante de lo menos importante. Y es una lástima porque, si la semana tuviese dos o tres días más, serían otros dos o tres días que dedicaríamos al fútbol, de eso no tengo casi ninguna duda.

Nos encanta este juego de once personas corriendo detrás de un balón, que es la clásica reducción al absurdo de quien no comprende nada. ...

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Huele el fútbol español a cerrado, a casa sin ventanas, a salón de fumadores y a un montón de cosas más, casi ninguna de ellas agradable. Apenas lo notamos de lunes a domingo, el tiempo medio que solemos dedicar a lo más importante de lo menos importante. Y es una lástima porque, si la semana tuviese dos o tres días más, serían otros dos o tres días que dedicaríamos al fútbol, de eso no tengo casi ninguna duda.

Nos encanta este juego de once personas corriendo detrás de un balón, que es la clásica reducción al absurdo de quien no comprende nada. Crecimos con el fútbol bajo el brazo, como una barra de pan, al tiempo que tratábamos de imitar a nuestros ídolos, imaginando los goles más sencillos y los imposibles, soñando con vestir los colores de ese único equipo agarrado a la entraña y militando en las zonas más nobles de cualquier club: la grada, el barrio, el salón de casa, la carpeta del instituto... Buscamos bronca por quién tiraba el penalti definitivo, por diez minutos más en la plaza antes de subir a cenar, por profanar los símbolos sagrados de otros. Y todo lo hicimos con la nobleza pura del hincha que estos días necesita taparse la nariz, y hasta los ojos, para no mandarlo todo al carajo y probar con el voleibol.

El inicio del juicio por el caso Rubiales nos recuerda, de un modo casi traumático, que el fútbol nuestro no se parece en nada al de ellos, que poco tiene que ver la pasión de nuestro abuelo y su bocadillo en el bolsillo con las sonrisas de bellaco que se gastan muchos de los personajes que estos días desfilan por el juzgado. Tampoco resulta un episodio especialmente novedoso en cuanto al formato, pues no es la primera vez que un presidente de la RFEF se sienta en el banquillo de los acusados y todo parece indicar que tampoco será el último. Lo que sorprende —o quizás no— del caso es la constatación, por puro aplastamiento, del número ingente de personas que se mostraron dispuestas a aportar su grano de arena en la construcción de un muro de contención que dejase impune al hombre que decidió festejar una Copa del Mundo agarrando de la cabeza a una de las futbolistas, plantándole un beso en los morros a la vista de todo el mundo y tejiendo, a posteriori, un velo de presiones y amenazas que disfrazase todo aquello de normalidad.

No es el único episodio que estos días ensucia el legado comunitario que desde sus puestos de relevancia debieran proteger los máximos responsables. Ahí están el caso Negreira, todavía en fase de instrucción; los brotes tolerados de racismo en función de quién sea el agraviado; la homofobia latente en gradas, palcos y vestuarios; la proliferación de grupos violentos al amparo de la moda global; el amaño de partidos y las apuestas, legales e ilegales; el acoso y derribo al fútbol mismo, en todos sus estamentos, cuando el resultado de un simple partido no favorece a los intereses de alguno de los implicados. También un cierto tipo de periodismo que degrada las pasiones más legítimas hasta convertirlas en pura estupidez.

Solo el fútbol puede resistir tanto pisotón, posiblemente porque los tacos ya no son de aluminio y los callos del aficionado están recubiertos de leyendas. Nos queda responder a la pregunta de si noventa minutos de ventanas abiertas resultan suficientes para espantar tanta mugre y de cómo es posible que, una y otra vez, se nos cuele tanto indeseable por las mismas gateras.

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