Coches grandes: la paradoja del vestuario como lastre social
Los códigos que fomentan la cohesión, lealtad al grupo y la pertenencia funcionan también como barreras para el cambio social
Siempre me he preguntado por qué los futbolistas (hombres jóvenes, muchos solteros, la mayoría sin hijos) conducen coches tan desproporcionadamente grandes. La razón, en fin, de ese gigantismo automovilístico que les afecta hasta tal punto de que lo primero que muchos hacen cuando firman cada renovación es adquirir un vehículo más voluminoso que el anterior hasta terminar conduciendo un tanque. Era algo que no entendía, hasta que uno de ellos, un ...
Siempre me he preguntado por qué los futbolistas (hombres jóvenes, muchos solteros, la mayoría sin hijos) conducen coches tan desproporcionadamente grandes. La razón, en fin, de ese gigantismo automovilístico que les afecta hasta tal punto de que lo primero que muchos hacen cuando firman cada renovación es adquirir un vehículo más voluminoso que el anterior hasta terminar conduciendo un tanque. Era algo que no entendía, hasta que uno de ellos, un joven jugador de Primera me propuso la teoría, con sus palabras, no con esta expresión, de que lo del coche y los futbolistas es una especia de rito de paso. Explicó que cuando uno llega a un vestuario, o tiene un nuevo y más importante rol en la caseta, se siente obligado a cumplir una serie de tradiciones y de códigos en el proceso de mostrarse como parte del grupo y afianzar sus estatus. El automóvil enorme o extravagante y la ostentación del lujo serían parte de ese proceso. Si uno acude en bicicleta o con su viejo utilitario, no estaría sino mostrando una diferencia, desmarcándose del total, definiéndose en apariencias frente a los demás. El coche grande en el plantel del equipo de fútbol sería, pues, algo así como la corbata en el consejo de administración o el cigarro en los labios del adolescente rebelde: un símbolo de pertenencia a una comunidad, una manera de decir “eh, admitirme, que soy uno de vosotros”.
La cuestión parece trivial, pero no lo es tanto. Pensemos que los futbolistas son ejemplo de éxito temprano en la vida y, por tanto, modelo de comportamiento para muchos jóvenes que aún están construyendo su propio sistema de valores. ¿Cómo cambiar hacia hábitos más sostenibles si sus ídolos transmiten la idea de que uno no ha triunfado si no quema gasolina a galones? Pero no quiero ir por ahí. El ejemplo del coche me sirve para mostrar por qué a veces el modo de funcionar los vestuarios es causa de que el mundo del fútbol se muestre anquilosado en lo referente a valores (el cambio climático sería uno de ellos) y cueste tanto movilizarlo.
Esta semana ha trascendido la noticia de que los jugadores del Manchester United decidieron no lucir una chaqueta en apoyo al colectivo LGTBIQ+ antes de un partido debido a que su compañero Noussair Mazraoui se negó a hacerlo excusándose en sus creencias religiosas. El club lanzó asimismo un comunicado arropando al defensa, argumentando que los jugadores “tienen derecho a dar sus propias opiniones, especialmente respecto a su fe, y estas pueden ser diferentes en ocasiones a las del club”. Convendremos que es fascinante que se subraye la fe como un reducto de los valores personales en un mundo, el del fútbol, en el que los posicionamientos políticos están vetados, incluso cuando se refieren a derechos humanos.
Pero tampoco vayamos por ahí. La cuestión es que el comunicado del United, un club con un volumen de negocio de 700 millones de euros al año, respalda e intenta justificar la decisión de un vestuario que es a su vez el resultado de la suma del capricho de un solo jugador más el código interno no escrito de que la plantilla ha de mostrarse siempre unida hacia el exterior. Ignoro las conversaciones que tuvieron lugar en la caseta, si hubo tensiones a la hora de decidir, pero tampoco importan realmente. El resultado final es una muestra de que esos códigos de vestuario que en apariencia reflejan valores inherentes al fútbol como la solidaridad y la igualdad son a veces en la práctica obstáculos para la evolución de los clubes y el propio mundo del fútbol hacia paradigmas más humanos y justos. Pensemos en este sentido las resistencias que han enfrentado la erradicación de ciertos comportamientos y lenguajes o causas como la del derecho a la salud mental.
He ahí una paradoja: la solidaridad con el grupo, un valor inherente al deporte de equipo, se convierte en un arma de doble filo. Los códigos que fomentan la cohesión, lealtad al grupo y la pertenencia funcionan también como barreras para el cambio social. Si el fútbol quiere ser algo más que un mero espectáculo, si quiere seguir siendo el juego del pueblo y abrazar valores de inclusión, diversidad y sostenibilidad, tendrá que cambiar mucho sus dinámicas, incluido el poder del vestuario como núcleo de resistencia a los cambios sociales. Y ahí hay un verdadero desafío: encontrar la forma de romper con las inercias sin romper con el espíritu de equipo.