Cruzar los días
Hace falta una palabra que describa de forma precisa lo que viven dos personas que se quieren en una grada
San Mamés. Athletic Club-Betis. Último minuto del primer tiempo. Mikel Vesga coloca el balón en el punto de penalti para intentar igualar el marcador. Los satélites están todos emitiendo y la Tierra flota en el universo. Un rato antes, el centrocampista del Athletic ha transformado otra pena máxima e inyectado así fe a una parroquia rojiblanca que casi la había perdido del todo cuando los sevillanos se habían puesto 0-2. Rui Silva, portero visitante,...
San Mamés. Athletic Club-Betis. Último minuto del primer tiempo. Mikel Vesga coloca el balón en el punto de penalti para intentar igualar el marcador. Los satélites están todos emitiendo y la Tierra flota en el universo. Un rato antes, el centrocampista del Athletic ha transformado otra pena máxima e inyectado así fe a una parroquia rojiblanca que casi la había perdido del todo cuando los sevillanos se habían puesto 0-2. Rui Silva, portero visitante, estira los brazos para parecer más grande, como un animal acorralado. Apenas veinte metros detrás de él, fundido en una multitud expectante, mi hijo de doce años, que hace tiempo que se ha convertido en un hincha quejoso, de esos que siempre prevé lo peor con la supersticiosa intención de que no acontezca, se lleva las manos a la cabeza y afirma: “Lo va a fallar, aita, es malísima idea que un jugador lance dos penaltis en el mismo partido”. Argumenta que el portero ya sabe hacia dónde ha disparado Vesga el anterior, así que, como lo normal es no repetir la dirección del lanzamiento, Rui Silva se tirará al mismo lado al que Vesga ha lanzado el primero, porque es consciente de que el jugador también habrá pensado que él espera que cambie la dirección del chut y que por eso no lo hará. Mientras habla, recuerdo la escena del siciliano y la copa de veneno en La princesa prometida.
Cuando termina de decir todo eso, le señalo que Vesga también sabe que el portero sabe hacia dónde ha lanzado y que espera por ello que no cambie, así que toda la argumentación queda en suspenso. Él arquea las cejas y yo balbuceo algo sobre la Teoría de Juegos, que estudié en la carrera y que, desde luego, no terminé de entender. Pero esto no se lo confieso. En lugar de ello, como siempre hace un padre cuando queda en evidencia, señalo hacia otro lado. En este caso, al terreno de juego, donde portero y rival se miran el uno al otro como dos vaqueros en el Far West. Vesga da un par de pasos atrás y la tensión se hace con la grada expectante. Silencio. Yo murmuro: mamihlapinatapai. Mi hijo me lanza una agnóstica mirada, porque cree que estoy rezando. Pero no lo hago, no. Nunca rezo en un estadio. Lo que sucede es que hace poco leí que esa palabra del idioma yagán está recogida en el libro Guinness como la más precisa del mundo y refiere a “una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra comience una acción que ambas desean pero que ninguna se anima a iniciar” y me pregunto si cabe aplicarla al momento que viven ahora futbolista y portero.
Entonces Vega dispara hacia otro lado y el guardavallas se tira al hacia el mismo lugar que antes. Gol. La grada explota. Nosotros con ella. Saltamos y después nos abrazamos muy fuerte y siento el impulso de alzar a mi hijo en mis brazos, como si fuera un trofeo, como he hecho tantas veces en tantos goles aquí mismo, pero me doy cuenta, de pronto, de que ya es casi más alto que yo. Al constatarlo tan grande me asalta una nostalgia infinita. Lo observo mover su bufanda al viento, celebrando, y me doy cuenta de que pronto será un hombre. Me pregunto si entonces será consciente de cómo estos estos momentos juntos me han ayudado todos estos años, como escribió Joan Margarit, a cruzar los días. El partido se reanuda. La grada hierve pidiendo más, mi hijo junto a ella. Pero yo estoy ya fuera del partido. Miro alrededor. Yo también fui un niño en esta marea rojiblanca.
Pienso en el paso del tiempo, en aquel poema de Gil de Biedma de las dimensiones del teatro y el argumento de la obra. Recuerdo a mi abuelo, él fue quien me trajo aquí. Cuánto lo quise, cuánto lo echo aún de menos. ¿Le ayudaba yo a cruzar los días? ¿Eran aquellos momentos compartidos conmigo en esta grada tan importantes para él como lo son estos con mis hijos para mí? Me pregunto esto y los labios me tiemblan y las lágrimas se me acumulan en los ojos. A través de esa lente borrosa veo cómo Iñaki Williams coloca un balón en el centro del área que Guruzeta remata a placer. 3-2. Remontada. San Mamés estalla. Yo doy un salto ingrávido. A mi lado, mi hijo grita de emoción. Nos miramos. Me encanta verlo celebrar. Nos abrazamos de nuevo, él y yo, solos él y yo, rodeados de miles iguales a nosotros. Ojalá pudiera detener el tiempo. Oh, eso es imposible. Pero al menos habría que inventar una palabra, como esa, mamihlapinatapai, que designe con absoluta precisión este momento compartido en una grada entre dos personas que se quieren.
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