Volver a la infancia
El día que jugué la final de la Copa del Mundo del 86, entre las muchas cosas que dijo Bilardo, solo una me emocionó: “Hoy en Argentina no hay clase, para que los pibes puedan verlos a ustedes”
El día que jugué la final de la Copa del Mundo del 86, entre las muchas cosas que dijo Bilardo, solo una me emocionó: “Hoy en Argentina no hay clase, para que los pibes puedan verlos a ustedes”. Los grandes torneos me siguen devolviendo a la infancia.
La infancia es el lugar donde el futbolista pone en marcha sus sueños y desafíos. Y donde anidan las primeras historias. Mi familia se había hecho pequeña desde que falleció ...
El día que jugué la final de la Copa del Mundo del 86, entre las muchas cosas que dijo Bilardo, solo una me emocionó: “Hoy en Argentina no hay clase, para que los pibes puedan verlos a ustedes”. Los grandes torneos me siguen devolviendo a la infancia.
La infancia es el lugar donde el futbolista pone en marcha sus sueños y desafíos. Y donde anidan las primeras historias. Mi familia se había hecho pequeña desde que falleció mi padre. Mi madre era la jefa suprema, mi hermano mayor el “hombre de la casa” con ocho años y yo, con cuatro, un niño abrazado a su pelota. Al fútbol, que era la pasión de los dos varones, no le faltaron nunca las columnas que lo fueron fortaleciendo: los partidos en los “potreros”, las conversaciones, el hilo con el profesionalismo en las voces enloquecidas de la radio y en la lectura de la revista El Gráfico.
Los chicos crecimos. Mi hermano estudiaba en Rosario y volvía a nuestro pueblo cada fin de semana para destacar en el fútbol local. Jugaba bien, competía como una fiera y era “calentón”. Yo esperé mi turno y con 16 años también me fui a Rosario, pero a intentar progresar desde las divisiones inferiores de Newell’s Old Boys. Entrenaba por el día, estudiaba por la noche y vivía en una humilde pensión junto a chicos provenientes de todo el país. El primer año jugué en “Quinta División”, estuve a la altura y rápidamente fui ganando ascensos, hasta el punto de que, con 17 años, estaba a un paso de llegar a Primera División.
Todo era más lento de lo que sugieren estos párrafos, pero más rápido de lo que le correspondía a mi edad. Entonces llegó al club Jorge Griffa, un gurú de la formación de futbolistas, y decidió que cada jugador debía jugar en la División que le correspondía por edad. La decisión me alejó del sueño de debutar en Primera. Fue descorazonador y mi hermano, que estaba pendiente de mi carrera, lo interpretó como una falta de respeto. Durante una reunión de la pequeña familia, me aconsejó que no admitiera ese atropello. Me limité a decir: “Tranquilo, yo lo manejo”. Mi madre aceptó el punto de vista del interesado; o sea, el mío.
Decir que lo manejaba significaba que, si había mostrado mi superioridad una vez ante todos los competidores, podía mostrarla una segunda vez. Con 18 años debuté en Primera en uno de esos días de felicidad absoluta y ahí comenzó una carrera que con 19 años me llevó a España.
Progresé hasta llegar al Real Madrid y a la Selección Argentina hasta que en el año 1986 me tocó recoger lo sembrado: una liga y una Copa de la UEFA con el Madrid y el Campeonato del Mundo con Argentina. Ser Campeón del Mundo te hace vivir experiencias que superan los sueños más exagerados. En mi pueblo, que en aquel momento tenía diez mil habitantes, me esperaban 30.000 personas.
Mi casa era un desfile incesante de gente que quería ver al hijo pródigo y me saqué cientos de fotos con la medalla conquistada colgada del cuello. A las dos de la mañana, cerramos el desfile prometiendo que al día siguiente habría más. Por fin solos, mi madre, mi hermano y yo coincidimos en la misma cocina que fue siempre nuestro centro de reunión. Ahí fue donde una frase me colgó otra medalla invalorable. Se la dijo mi madre a mi hermano: “¿Qué? ¿Lo manejaba o no lo manejaba?”. Llega la Copa América y la Eurocopa. ¿Cuántas pequeñas historias habrán protagonizado estos héroes que solo son hombres que juegan? Y, sobre todo, ¿cuántos sueños se pondrán a cumplir?
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