Un Pogacar imperial conquista su quinta etapa en el Tour de Francia de este año
El esloveno sellará la victoria de su tercer Tour el domingo en Niza, donde acaba la carrera con una contrarreloj de 33,7kms
Pese a tanto entrenamiento térmico y chaleco de hielo, los ciclistas sudan sin siquiera moverse de su sitio, siempre a la sombra, en el viejo puerto de Niza y los fisiólogos, desde el autobús que despide más calor que el frío que procura en su interior, mueven la cabeza… Hum, hum, hum. Hoy se cuecen de verdad, pronostican. No es el calor solo, es la humedad que hace inútil el sudor. No se evapora. No enfría. Hoy se cuecen, oye Enric Mas al salir, y se siente así, ascendiendo el col de Braus, atacando nada más salir de la olla de Niza en julio. Pero según escala por las horquillas fotogénicas, trenzadas en la ladera del monte, y se acerca a los 1.002 metros de la cima, se levanta una brisa fina que le calma y también le excita, y allí exactamente, donde la misma brisa esparció hace 36 años las cenizas de René Vietto que su hijo lanzó desde un viejo bidón de zinc, Mas encuentra la inspiración. Pasa por la lápida de piedra que recuerda al Rey René, el mejor escalador de la historia, mantienen en Francia, el ciclista de Cannes que de joven recogía jazmín con su madre en Grasse para vendérselo a los perfumistas y a los 20 años, en el Tour de 1934, ilumina al mundo y por allí vuela. Coge fuerzas. Se levanta sobre los pedales, acelera y pasa solo, primero. Enric Mas es feliz. Descubre la alegría de las fugas. La búsqueda de la libertad. El orgullo de campeón en malos tiempos le mueve, le borra el enfurruñamiento habitual, como a Remco Evenepoel le mueve el deseo. Mirada clara, sin gafas, el niño belga se siente más fuerte que las dudas y prepara un ataque en montaña, el último examen de un Tour que le satisface. El Soudal comienza a acelerar en el Turini, Van Wilder, y continúa en la Colmiane, Hirt, y Mikel Landa, manos abajo, esto es un ataque, acelera en la última subida. Carlos Rodríguez, una sombra, sufre en la cola un calor que le asfixia y que no remedia el hielo que se derrite y desde el cuello se desliza helado por su espalda, y bajo la camiseta se acumulan bolsas vacía.
La etapa que consagra rey de la montaña a Richard Carapaz, que no asciende como Vietto, ligero y rítmico, sino a tirones, rey de la montaña, se transforma. Ya no será un asunto de fugados. Los grandes entran en acción. El orgullo de Vingegaard, que será segundo peleando; la venganza de Pogacar, Dios iracundo de sonrisa dulce que no olvida y, en una exhalación de 200 metros en la cima final de la Couillole, traza de nuevo la línea entre él y el resto del rebaño y mata las esperanzas y devuelve al danés iluso a la razón, a la tierra. “Me habría gustado que llegara la fuga y que ganaran Mas o Carapaz. Este año apenas han tenido oportunidades los testarudos”, dice el esloveno, que al cruzar la meta no hace una reverencia de soprano de ópera, como otras veces, sino que abre los brazos como queriendo abarcar el universo para abrazarlo, pantocrátor casi, como si gritara ¡soy el más grande! Y levanta la mano derecha mostrando claros los cinco dedos, las cinco victorias de etapa en un Tour que es un monólogo, como lo fue hace dos meses el Giro en el que ganó seis etapas. “Pero cuando atacó Evenepoel en la última subida y luego contraatacó Vingegaard la fuga estaba condenada. Y a un rival directo como Vingegaard no se le puede regalar una victoria de etapa”.
Pogacar es entonces, cuando habla así, no dios, sino un niño pequeño y caprichoso en el patio de su casa que no olvida que su amigo un día se columpió más que él y cuando puede le desplaza y le fastidia el juego. Pogacar ha podido ganar cinco etapas, pero perdió una, en el Lioran, una herida que no podía dejar de cerrar con su revancha cruda en la Couillole, el cuarto y último col de los montes del Var que recorre la etapa, y los ciclistas buscan la sombra y la ladera, la mínima frescura de árboles achicharrados, y se riegan unos a otros la cabeza y la espalda con chorros de los bidones, y los pocos días del año que pasa en su casa de Mónaco vecino, Pogacar se entrena por esas carreteras, que le exaltan. Y cuando Pogacar y Vingegaard alcanzan a Mas y Carapaz, a 2.600 metros de la cima, el ciclismo que llega, el ciclismo que se despide, se juntan de nuevo los cuatro primeros de la etapa de Luz Ardiden de 2021. Pogacar, imperial entonces, pudo con todos, como de nuevo en los montes que dan sombra a la Costa Azul. Los Tours perdidos en 2022 y 2023 siempre duelen. Cuentas ajustadas.
El esloveno saldrá el domingo desde su Mónaco, “demasiado tarde [18.45], se me va a hacer interminable el día”, lamenta, el último y de amarillo en la contrarreloj larga y durísima –33,5 kilómetros, y las ascensiones a La Turbie y al col d’Èze– que sellará a los 25 años la victoria en su tercer Tour, como solo Thijs (1913, 1914, 1920), Bobet (1953 a 1955) y LeMond (1986, 1989 y 1990) lograron antes. Será un ejercicio insoportable y sin premio. No hay nada en juego. Biniam Girmay ya es el primer africano maillot verde de la historia. Remco Evenepoel, mejor joven y tercero en el podio final de la plaza Massena, en el que Vingegaard, ganador en 2022 y 2023, ocupará un puesto por quinta vez, la tercera como segundo, tres meses y medio después de haber sufrido una caída que por poco acaba con su carrera, y su vida.
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