Tadej Pogacar ataca y gana en los Pirineos y agranda su ventaja en el Tour de Francia

El esloveno lanza su ofensiva a falta de poco más de cuatro kilómetros y saca en meta 39s a Vingegaard y 1m 10s a Evenepoel en su lucha por ganar la ronda francesa

Tadej Pogacar, durante la etapa de este sábado, la primera en los Pirineos del presente Tour de Francia.GUILLAUME HORCAJUELO (EFE)
Saint Lary Soulan -

El Tour es un concierto en los Pirineos, y un sol, un gigante, un maillot amarillo que improvisa, jazz ligero, ágil, un vibráfono juguetón, golpes rápidos, rítmicos, un crescendo en las laderas graves de Pla d’Adet, pasado el monumento a Poulidor en el escenario de la última exhibición del ciclista que sufrió a Anquetil y a Merckx con la gorra siempre torcida y el gesto ceñudo. Tadej Pogacar, tan concentrado en su solo, le pasa al viejo Poulidor de bronce sin siquiera inclinar la cabeza en gesto de respeto. No es que no le quiera celebrar a uno de los clásicos, tampoco tiene tiempo que perder. Jonas Vingegaard persigue. Son cinco kilómetros de frenesí, el tiempo de un par de asaltos, de golpes repetidos, que el danés encaja y acusa. Les une una cuerda que se estira, que se estira, unos pocos metros, alguno más, unas motos que ayudan, que disimulan el retraso, una inmensidad decididamente, y se rompe finalmente en el último kilómetro. En 13 etapas, 2.300 kilómetros, montañas, abanicos, contrarreloj, gravilla blanca, descensos temerosos y nubes negras, Vingegaard, regresado de la muerte casi, solo había perdido 74 segundos ante el esloveno en ebullición, acelerado y ansioso por darle el golpe de gracia cuanto antes. En cinco kilómetros de una ascensión no tan dura al final de una etapa interpretada al ritmo de los gregarios gigantescos del esloveno —Wellens, Soler, Sivakov—, mulas pesadas y perseverantes que aplanan las montañas con su rodillo, el danés cede 39s (más cuatro de bonificación).

La carrera basculó, “un punto de inflexión”, dijo Vingegaard, en la etapa del Macizo Central. Como en una marcha de ida y vuelta, un tiovivo de feria, vuelve a bascular el primer día de los Pirineos, una etapa corta, de cuatro horas. En la general, casi dos minutos (1m 57s) a favor del esloveno y su alegría infantil, su despreocupación aparente, su apetito. “¿Venganza? ¿Cómo que venganza? El ciclismo no es una guerra. El ciclismo es un juego con el que nos divertimos y en el que unas veces ganas y otras pierdes y para mí hoy ha sido una gran victoria. Ganar una etapa en el Tour está por encima de cualquier cosa, y si la ganas de amarillo ya no sé con qué se puede comparar”, dice después Pogacar, y su forma de expresarse, y su sonrisa, que siempre compite con el brillo de su maillot amarillo, y a veces le derrota, reflejan quizás su alma de niño. Y está feliz porque después de que le dijeran que no sabe comer, que no sabe correr, que si seguía así solo favorecería a su rival, ha improvisado y ha sorprendido: un ataque a cinco kilómetros solo no es un hecho muy habitual en el ciclista de las largas homéricas fugas. Y se ríe con fuerza. “Me lo estoy pasando tan bien que creo que esto no puede durar muchos años, así que solo pienso en disfrutar unos momentos que quizás no volverán”.

El ciclismo es un juego más importante que la vida a veces, y roza la muerte también, y cuando lo juegan Pogacar y Vingegaard es un combate sin fin que continuará el domingo, corregido y multiplicado con la etapa reina del Plateau de Beille, tras 200 kilómetros (más de cinco horas) y 4.800 metros de desnivel distribuidos en cuatro primeras y un hors catégorie. “No diría que estoy triste, pero un poco sí”, dijo Vingegaard. “Pogacar tiene más potencia total y por eso hizo la mayor diferencia en el último kilómetro, en falso llano descendente, porque en lo más duro mantuve la diferencia controlada. De todas formas, el domingo me viene mucho mejor. Hoy era un día corto. A mí me favorece cuanto más largo y más duro sea el recorrido”.

Vida, muerte, juego… Y música siempre, el ciclismo es música y en el Tourmalet de Oier Lazkano fugado —el 14ª español que pasa en cabeza el padre de los Pirineos, que se ha subido ya 87 veces, empezando por Trueba en 1933—, suena el vals de Maurice Ravel, y el gigante alavés, sus vatios totales tan altos, tan bien alimentados, tanta potencia, y sus gemelos desmesurados por los que las venas trazan surcos azules, como ríos en relieve en un mapa, es el contrabajo, los latidos de su corazón, pomposo y casi trágico, que no se compadece bien con la alegría de mitómano que siente al escribir su nombre en el Tourmalet (y llevarse una prima de 5.000 euros por la proeza) en el Tour de su debut, en el que ya se ha hecho un fijo en el grupo de testarudos admirables que, liderados por el rebelde irlandés Healy, se niegan a aceptar que solo Vingegaard maneje la batuta y solo Pogacar se permita solos interminables. El de vibráfono, los 12 minutos en Pla d’Adet, lo inició así, con un chasquido de dedos casi, después de que, quizás su alma aburrida en la tarde de julio interminable, ordenara a su segundo en la orquesta UAE, el ágil inglés Adam Yates, que lanzara una chinita en el agua tranquilo del grupo de favoritos adormecidos en el tran tran de Sivakov para ver qué pasaba. Nadie respondió a la aceleración controlada del inglés, que se volvía y volvía esperando la decisión de su jefe. Este, pensando con razón que nadie iba muy fuerte, agarró las baquetas y empezó a repiquetear sobre el asfalto el ritmo de una danza tan alegre como un sueño de una noche de verano sin fin. Detrás, pesados, remolones, respondieron los pocos que podían, Vingegaard, Evenepoel, que en el segundo Tourmalet de su vida, tras el desastre de la Vuelta pasada, mantuvo el tono, y Carlos Rodríguez, el martillo pilón que no cesa ni se rinde. Los cuatro primeros de la general.

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