Vingegaard culmina su resurrección derrotando a Pogacar al sprint en el Tour de Francia
Tres meses después de su grave caída, el danés le gana al esloveno en una llegada a dos al superarlo por media rueda en la meta del Lioran para ganar la etapa del Macizo Central
Entre la soberbia, la locura y la poesía, por paisajes de vértigo en la Francia de los tejados de pizarra, los pueblos de montaña medio abandonados y los letreros de carretera boca abajo anunciando su renuncia a seguir existiendo, el Tour es un huracán que centrifuga la realidad, la desboca, y el corazón de Jonas Vingegaard late más fuerte, con más deseo, que el de ninguno, y sus piernas parecen encontrar nueva energía, se aceleran, todo potencia, en los últimos metros, cuando, en la llegada al Lioran esprinta el primero y resiste, resiste, resiste, la llegada de Tadej Pogacar, la dinamita hecha ciclista siempre, y le derrota por 10, 15 centímetros, media rueda.
Pogacar sigue líder –Vingegaard es tercero, a 1m 14s, 8s detrás de Remco Evenepoel, el maillot blanco, que resiste en un segundo nivel--, pero la batuta del Tour, su tempo, su desarrollo, está en la mano, temblorosa por la emoción, pero firme por la voluntad de hierro que la guía, del corredor danés que, y no es exagerada la figura, resucita en una pequeña estación de esquí en el puro centro de Francia, y las vacas blancas que sestean plácidas contemplan indiferentes la historia, la locura de la afición, que contiene la respiración las cinco horas casi de una etapa disputada a tutta (más de 42 por hora de media un día de montaña) e incluso aguanta con la boca abierta los últimos 200 metros, cuando Vingegaard lanza el sprint pegado a la valla. “Esperaba que Tadej me superara, como siempre”, dice el danés, que por primera vez en su vida, en sus cinco años de duelos cerrados en el Tour, derrota al esloveno por primera vez en una llega a dos, y hace exclamar a Pogacar: “Jonas está en la forma de su vida”.
Terminada la etapa, Vingegaard telefonea, como siempre ha hecho, a su querida trine y se sube a la bici para desengrasar y hacer descender poco a poco las pulsaciones que le agitan, el pulso acelerado, y cuando le enfoca una cámara y le acercan un micrófono, llora. “Me sorprende estar tan fuerte, sí. Al llegar era todo dudas. Hace tres meses pensaba que iba a morirme…”, dice Vingegaard entre sollozos, sus claros ojos azules brillantes bajo la película de una lágrima que se retira cuidadosa, delicada, púdicamente (es danés) con un dedo. “No, nunca habría pensado hace tres meses que estaría así. Ni siquiera sé cómo he podido alcanzar este nivel con seis semanas de entrenamiento solamente”.
La soberbia que hace a los campeones tan admirables, tan únicos, es Tadej Pogacar, que ataca a 500 metros de la cima del Pas de Peyrol, el volcán de primera que domina el Cantal, y corona con media docena de segundos sobre Vingegaard y Roglic para lanzarse cuesta abajo para aumentar las diferencias, como de costumbre, como en el Galibier hace ocho días, como en el Giro hace dos meses. Es el kilómetro 180, quedan aún 31 y otras dos subidas insidiosas por el terreno nunca fácil del Macizo Central. Como Macron cuando le cuestionaban la decisión de disolver la Asamblea y convocar elecciones en Francia, Pogacar puede responder que si la ha tomado él, la decisión es la buena.
Y Pogacar no piensa que se haya equivocado pese a que Vingegaard, que nunca está más allá de 35-40s y que deja a Roglic reventado por intentar aguantar su ritmo, le alcanza a punto de coronar el siguiente puerto, el col de Pertus. “No pude seguir el ataque de Tadej, que fue durísimo, así que me tomé el resto como una contrarreloj, siguiendo mi ritmo”, explica el único ciclista que ha derrotado, y dos veces, a Pogacar en el Tour. “En realidad no pensé que sería capaz de volver, pero seguí luchando”. Pogacar le oye acercarse, por la radio le avisan, 35, 30, 25, 15, 10 segundos… y él se vuelve, gira la cabeza una y otra vez, venga, llega de una vez. Le espera. Se deja alcanzar. Recupera fuerzas a su rueda y esprinta por los 8s de bonificación. Después, los dos siguen juntos. Se relevan. Sin palabras pactan. Se jugarán la victoria de la etapa al sprint, pero antes intentarán sacar la máxima ventaja a Evenepoel y Roglic, que se han unido y les persiguen. Y más atrás, dispersos los mejores ciclistas del mundo en un paisaje desértico y hermoso, pedalea Carlos Rodríguez tirando de otro grupo, con los ayudantes de Pogacar, Yates y Almeida (Ayuso no estuvo allí) y el valido de Evenepoel, Mikel Landa. “Ha sido una etapa realmente interesante. Un combate extraordinario”, dice el esloveno. “Si yo hubiera sido un aficionado habría disfrutado muchísimo viéndola por televisión”.
La locura es Roglic, y también Oier Lazkano y Ben Healy, y todos los que todos los días se fugan contra toda esperanza pensando, como los científicos obstinados, que el mismo experimento dará alguna vez un resultado diferente, y el alavés y el cabezota irlandés, son alcanzados, y Roglic, como en todos sus últimos Tours, se cae en una curva. Está en zona de tres últimos kilómetros. Le duelen todos los huesos, pero no pierde ni un segundo respecto a Evenepoel, con el que viajaba.
La poesía de lo imposible, esa belleza, es Vingegaard, no su emoción, no sus lágrimas, no su tenacidad ni su voluntad, sino su creencia de que haciendo lo mismo que siempre no cambiaría el resultado, y así fue. “Esto es el punto de inflexión” dice. Un nuevo Tour comienza en los Pirineos, el sábado.
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