Turgis reina en la polvareda y Pogacar vuelve a mostrar su hambre en el Tour de Francia
El esloveno atacó en tres ocasiones por los caminos pedregosos para poner en apuros a Vingegaard y Evenepoel, etapa de esfuerzo y espectáculo
En el bulevar del Regimiento de Artillería de Montaña Alex Aranburu golpea el manillar y maldice. Tuvo la victoria al alcance de la punta de los dedos, ahí, a 200 metros, y cuando iba a lanzar la aceleración definitiva se acabó. No pudo más. Quedó cuarto de la etapa. Una etapa que no fue una etapa cualquiera. Fue, quizás, una etapa para acabar con todas las etapas. La etapa perfecta, y cinco minutos después, aún los corazones de los aficionados latían a 200, y unos y otros se daban palmadas en la espalda, y reían, qué etapa, que viva el Tour. Ganó el francés Anthony Turgis y sigue líder Tadej Pogacar, y ninguno de los buenos perdió tiempo, pero por un día se escribirá que el camino, y era blanco, fue tan hermoso que el resultado no importa.
“Me faltó sangre fría”, dijo el velocista del Movistar, quizás no siendo consciente de que ni él ni nadie podía haber mantenido la sangre fría tras 199 kilómetros, cuatro horas y más, sin respiro.
En las calles de Troyes, que los franceses pronuncian trua, los únicos afiches que adornan las calles el domingo de San Fermín electoral son gigantescas fotos en blanco y negro y marco amarillo Tour de campeones históricos de la tierra, de su ídolo sobre todos, Marcel Bidot, ciclista en los años 20 y largos años seleccionador nacional de ciclismo en las décadas de los 50 y los 60. Las fotos reflejan sus victorias de etapa en el Tour, sus afanes con el coche de la selección francesa y otras glorias, pero obvian la foto mítica del tocapelotas Geminiani, fallecido hace un par de días, con un pequeño burro en brazos y una frase en sus labios: “A este asno le llamaremos Marcel”, enfadado como estaba porque Bidot no le había seleccionado para el Tour del 58 para no enfadar a los jefes, Anquetil y Bobet. La vecina librería Descartes se especializa ahora en juegos de cartas, como, abandonada la razón cartesiana también, y la lógica, el Tour es el domingo en Champagne, cuando pasa por delante de la casa de los Renoir en Essoyes, un juego de azar en el polvo cegador de los caminos blancos de gravilla apelmazada entre viñedos de chardonnay.
Los ciclistas se desperdigan como pollos sin cabeza, que se las han arrancado los Movistar de tres buenos petardazos lanzados preventivamente por los artificieros Romo y Aranburu y definitivamente por el capitán Oier Lazkano, el hombre que esprintaba a través de los olivos en el febrero de Úbeda por caminos similares, y la misma polvareda.
Es el ciclismo del esfuerzo y la desmesura, de las aceleraciones repetidas. Cada tramo de gravilla blanca deslumbrante es una tortura para los sensatos. Es una fiesta infantil en un jardín, y Tom Pidcock, grita viva la indisciplina, un Alpecin ve orinando a Pogacar junto a un campo de cereal y se tira de cabeza, Vingegaard rompe la bici y se la presta Tratnik. Y Roglic, como se temía, se despista.
Es un recreo feliz, ciclismo de imprevistos en los que cada ciclista, sea cual sea su nivel, se siente protagonista y héroe, y capaz de llegar a la luna. No hay freno a la imaginación hasta que suena el silbato del prefecto. Es hora de regresar a casa. Han pasado poco más de dos horas, la mitad de la etapa, cuando Tim Wellens da un giro cartesiano al juego. Se acabó el azar. La razón de la fuerza se impone. Los UAE, con su Pogacar de amarillo rutilante en el centro, toman el poder del pelotón. Marc Soler, Juan Ayuso detrás.
En el cuarto tramo de los 14, el más duro, un tres estrellas de más de tres kilómetros, la ventaja del grupo de revoltosos, que llegó a dos minutos y medios, se queda en nada. Pese a su neumático de 30 milímetros cuidadosamente hinchado, y su capa de kevlar, y su líquido antipinchazos, Lazkano pincha. Suena Jim Morrison grave y apocalíptico de fondo, this is the end, my only friend the end.
Aniquilado el romántico, la logística de los equipos más grandes es ya el único factor de decisión. Y la sed insaciable del esloveno, que acelera exagerado a la salida del sector, ya en el asfalto. Solo Remco se le engancha. De Plus, un poco más lejos, tira de Rodríguez. Apaga el fuego. Quedan aún casi 90 kilómetros.
Son dos mundos, el de la fuga en la que se multiplican Aranburu y el toledano Romo, y la de los campeones.
La lógica del miedo —que no pase nada, que nos quedemos como estamos, que solo tenemos que perder— en la salida explican los directores, los preparativos, la tensión que les frena cuando entran en territorio desconocido, incontrolable. Los Ineos repasan con cuántos zonehelpers (ayudantes voluntarios, la mayoría fans llegados de Bélgica) y les salen 40 personas que armadas con ruedas de repuesto y bidones y geles que satisfagan las necesidades de carbohidratos, 50 gramos cada 20 minutos, cubren los 14 sectores de polvo. Y así todos los equipos. Vingegaard promete que no se pondrá nervioso si tiene una avería, como le ocurrió en Roubaix hace dos años, y cumple: termina la etapa en la bici de Tratnik. Los Visma no se lo permiten, tampoco. Landa arropa a Remco y Pidcock, caprichoso, se olvida de que su líder es Rodríguez.
La lógica de los campeones —que pase algo, que pase algo—, la locura del azar quizás, inconformistas con alma de boxeador y sueños de golpe de KO, se impone a ráfagas, ta-ta-ta-ta. Voluntades solitarias. Que se preparen todos. Después de la exhibición de Pogacar, en el siguiente tramo, el que lleva de Loches a Chacenay, que incluye una cuesta, es Evenepoel, jinete pálido, tan blanco su maillot como el polvo que levanta su bici y le envuelve en una nube tan cinematográfica que transforma la champagne en un Monument Valley de torres caprichosas de pacas de paja, y Remco es John Wayne al que se unen Pogacar y Vingegaard, que se niegan a quedarse atrás. Son el podio. Los tres más fuertes. Roglic se ha quedado atrás. También Rodríguez. Remco pide relevos. El esloveno colabora. Vingegaard, que sigue con la bici de Tratnik, se niega. “Somos los tres grandes favoritos”, dice el belga. “Si hubiéramos seguido se habría acabado la carrera”. En otro tramo ataca Vingegaard, demostrando que es el gran Vingegaard otra vez, y en otro repite Pogacar, y otra vez más. Se le enganchan Vingegaard y su amigo Jorgenson. Dejan atrás a Evenepoel, pero Vingegaard se niega a colaborar. Así son los campeones. Solo colaboran cuando ven muerto al rival. Sin perdón. “Me lo paso muy bien en el gravel. Lo llevo en mí, es mi naturaleza”, dice Pogacar, que la goza cuando vuelve a sentirse niño libre. “Por eso intenté un par de veces abrir un hueco, pero el viento de cara fue un asco…”
Así se divierten. Con ataques que quitan el hipo por carreteras imposibles. Y con el maillot amarillo.
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