Pogacar blinda el Giro con una exhibición en los Alpes

El esloveno, que ataca a 15 kilómetros de la meta y supera a Nairo, el último rival, a dos, para ganar en Livigno, ya aventaja en casi siete minutos a Thomas y Martínez

Pogacar, ganador en Livigno de su cuarta etapa en el Giro.LUCA ZENNARO (EFE)

Huye el pelotón de las orillas del lago de Garda, mosquitos y calor, y los escaladores ligeros como pajaritos comienzan a volar, quizás sintiéndose libres, al fin. Pasada la llanura, llegan sus montañas, los Alpes, aire. Se fugan por tandas y se juntan 50. Viejos que se buscan, como Nairo, jóvenes que buscan exaltarse, como Piganzoli, como Pellizzari, como Steinhauser, veteranos del oficio también, habituales, obreros del pedal, pico y pala, para quienes cada pedalada es un desafío. Y su aire no es el feliz entusiasmo de quien aún cree en la utopía, en el valor de los sueños, sino el fatalista...

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Huye el pelotón de las orillas del lago de Garda, mosquitos y calor, y los escaladores ligeros como pajaritos comienzan a volar, quizás sintiéndose libres, al fin. Pasada la llanura, llegan sus montañas, los Alpes, aire. Se fugan por tandas y se juntan 50. Viejos que se buscan, como Nairo, jóvenes que buscan exaltarse, como Piganzoli, como Pellizzari, como Steinhauser, veteranos del oficio también, habituales, obreros del pedal, pico y pala, para quienes cada pedalada es un desafío. Y su aire no es el feliz entusiasmo de quien aún cree en la utopía, en el valor de los sueños, sino el fatalista de quien nace derrotado, condenado. Como si las montañas tan hermosas, los abetos tan esbeltos, en vez de empujarles a creer en su vuelo les aplastaran con su peso, toneladas y toneladas de granito.

Su ventaja nunca pasa de cinco minutos, pero apenas desciende de tres. Ni atados ni libres, como el trabajador que recurre al préstamo de un usurero, y este ni por bondad ni por caridad sino por pura razón práctica, le fija una cuota mínima, una cantidad suficiente que pueda pagar todos los meses sin morirse de hambre, pero insuficiente para descontar nada del principal de la deuda. Viajan hacia Livigno, los Alpes del Norte, a 2.300 metros su estación del Mottolino, a 222 kilómetros de montañas siempre empinadas, en los confines con Suiza y pasado el Mortirolo light (la subida por Monno, la que siguen, no es la monstruosa de pendientes imposibles solo practicables cuando se inventaron las los piones de 30 dientes, sino una suave, 13 kilómetros al 7,5%, es la de Leonardo Sierra no la de Marco Pantani).

Detrás, no muy lejos nunca, de rosa siempre, de los pies a la cabeza, Tadej Pogacar vigila. Detrás de sus fieles UAE, Novak, Grossschartner, Majka, el último, acaricia los pedales con pedalada de seda, libera sus mechones rubios por las rendijas de su casco, mira al frente, a las montañas en las que está escrito su destino, que no es ganar el Giro, no solamente, sino perseguir a Merckx, perseguir la grandeza por encima de todas las cosas, con las manos desnudas, pues ha regalado los guantes rosas y negros a un aficionado en la cuneta, aprieta el botón de la radio, anuncia sus intenciones a su gente para que Majka avive el ritmo, después se suena los mocos con las mismas manos, se levanta del sillín, acelera y se va. Nadie puede seguirle. Nadie lo intenta. Un poco Dani Martínez, otro poco Tiberi. Los más osados. Nada Geraint Thomas, la prudencia. Están muertos. El viento sopla de espaldas. Sufren a rueda. Quedan 15 kilómetros para la meta. La subida tendidísima hasta el Passo di Foscagno; un piccolo descenso, la empinada rampa final hasta el Mottolino, tan dura que le obliga a levantar de nuevo el culo. No hay un Roglic, no un Vingegaard, nadie que le pueda hacer dudar, sufrir. Acelera Pogacar, suave, sin forzar, como si fuera cuesta abajo, y va devorando kilómetros, aniquilando voluntades. Busca, y encuentra, el símbolo máximo de su superioridad: ganar solo, de rosa, en los Alpes italianos. Alcanza la grandeza del caníbal, y nieve de glaciar en las cunetas. Parte a las 16.30, arriba a las 17.00. 30 minutos exactos, 15 kilómetros, 30 por hora. Los números de la épica.

Es el cuarto triunfo de etapa de Pogacar. El Giro ya estaba blindado. Le faltaba el lazo rosa, el adorno superfluo pero fundamental. El símbolo.

Cuando acelera Pogacar y deja plantados a los mortales –Geraint Thomas y Daniel Felipe, sus compañeros de podio provisional, llegaron a 2m 50s (3m contando la bonificación), y ya están a 6m 41s y 6m 56s, respectivamente, en la general)-- los 50 fugados se han confundido con el paisaje, desperdigados entre las curvas y los abetos, de uno en uno, y delante de todos, tres minutos, o así, está Nairo Quintana, que quiere volar, el cóndor delos Andes de nuevo, el león de Tunja, Nairito se siente Nairoman y por un tiempo la limpia y nítida, tan ancha y bien asfaltada, ascensión hacia Livigno es el escenario de un viaje en el tiempo, las edades del ciclismo. Nairo, para ser el primero, ha tenido que adelantar a un jovencito alemán llamado Georg Steinhauser, hijo de Tobias, viejo ciclista que corrió en el Vitalicio de Javier Mínguez, y su hermana, Sara, se casó con Jan Ullrich, el coloso que ganó el Tour del 97, el ángel caído en los tiempos de Armstrong y de Eufemiano, y Georg, el bávaro, es su sobrino político. Y cuando Pogacar, a falta de dos kilómetros, adelanta a Nairo, recuerda, y así lo dice, que el primer Giro que vio de niño fue el de 2014, cuando viajó a Trieste, tan cerca de su Eslovenia, a ver la última etapa. Tenía 15 años y vio ganar de rosa al colombiano, rey de los Dolomitas, señor del Stelvio y de Val Martello. “Y claro que me acordé de entonces, y también de la rivalidad entre Nairo y Froome, y lo mucho que me cabreaba ver que a Nairo le faltaba valentía, que siempre esperaba al final para atacar, y no me gustaba”, dice Pogacar, que en Livigno está como en su casa, tantas veces se ha concentrado allí, tanto recorre sus carreteras, tanto estudió allí, en diciembre, la etapa que quería ganar por encima de todas. “Pero hoy Nairo ha sido grande de verdad. Ha atacado de lejos, lo ha hecho. Ha estado extraordinario”.

Pogacar levanta el dedo índice, number one, antes de cruzar la meta, y después se va con su masajista, con su amigo, Joseba Elgezabal, a hacer rodillo, y se ríe bromista, como si hubiera sido un día de paseo (más de seis horas en la bici por las montañas, 230 kilómetros incluida la neutralizada, 35 de media total), y llegan luego Thomas y Daniel Martínez con cara descompuesta, el cansancio, la derrota. Nairo solo ha perdido 29s. Cruza la meta y se santigua. Le entrevista Alberto Contador, viejo rival también. Le dice el de Pinto, para animarle, qué cerca has estado, qué grande, Nairo. Nairo le mira con la mirada de quien entiende la emoción del otro, pero sabe que nunca habría llegado. “Ha sido importante, increíble, para la motivación personal”, dice el colombiano, de 34 años, que este año regresó al Movistar tras un año sin correr, y sufrió el covid en febrero, y se rompió un hombro en marzo, en la Volta, y ha regresado. “Y para la armonía del grupo”.

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