Érase una vez la remontada
Siempre habrá descreídos, ateos futbolísticos dispuestos a salir del estadio antes de que termine el partido si su equipo va perdiendo, pero el dios de los forofos suele castigarlos
Ganar está muy bien, pero hay algo todavía mejor: remontar. Es como que te lave el pelo Robert Redford en África y al volver a casa te esté esperando a mesa puesta...
Ganar está muy bien, pero hay algo todavía mejor: remontar. Es como que te lave el pelo Robert Redford en África y al volver a casa te esté esperando a mesa puesta Paul Newman con un buen solomillo, nada de hamburguesa. Todos los guionistas del mundo lo saben: se disfruta más después de sufrir. Gran parte de las tramas en el cine, especialmente en las películas de amor, se levantan sobre esa premisa: antes de que los amantes sean felices y coman perdices, se lo ponen todo bastante cuesta arriba. Les marcan un gol nada más arrancar el partido ―él/ la protagonista tiene una pareja previa a la que odiamos inmediatamente―; les pitan un penalti en contra ―un malentendido los separa―; no les pitan otro a favor ―más malentendidos―; y expulsan a un jugador ―estalla la guerra y a uno de los dos lo mandan al frente―. Pero en el minuto 84, zas, empate ―se produce un reencuentro casual― y en el 85, gol de Rondón, por ejemplo ―la pareja preexistente es historia, todo se aclara y el soldado regresa a su hogar―; Tras unos eternos minutos de añadido ―últimas dosis de suspense―, el árbitro dice que se acabó ―por fin, beso apasionado mientras aparecen en pantalla las palabras The end y nos acribillan con violines para que sepamos que ya podemos llorar de emoción, claro―.
El que ha ganado fama es el final feliz, no el inicio ideal y por algo será. Los cuentos más célebres empiezan siempre mal ―la abuela de Caperucita cae enferma, un lobo la suplanta; la madre de Cenicienta muere y su madrastra y hermanastras la maltratan; el patito feo sufre bullying...― porque la épica enriquece cualquier relato. Para que haya un héroe ―un portero que detiene el trallazo a 11 metros― tiene que haber un villano ―el árbitro que señala el penalti―. El verbo “ganar” es más aséptico, significa cobrar, adquirir, obtener. Para remontar hay que conjugar las palabras adversidad y superación, fe y esfuerzo, que son las que llevan a la recompensa, el premio a la virtud.
Muchos de los cuentos clásicos tenían, inicialmente, desenlaces trágicos, incluso gore ―a la Caperucita de Perrault la devoraba el lobo; a las hermanastras de Cenicienta les arrancaban los ojos...― , pero fueron dulcificados por los hermanos Grimm como estrategia de marketing mucho antes de que existiera la palabra, para vender más. Dicen que la letra con sangre entra, pero las moralejas no necesitan de la violencia para hacerse notar. Suspense, obstáculos, peligros... sí, pero final feliz; esa es la fórmula que ha triunfado en el mercado, la que nos premia por confiar hasta el último momento.
Siempre habrá descreídos, ateos futbolísticos que enseguida están dispuestos a sacar el pañuelo o incluso a salir con grandes aspavientos del estadio antes de que termine el partido si su equipo va perdiendo. Como esto último es pecado capital, a veces, el dios de los forofos los castiga con una buena remontada, es decir, con el aislamiento social, porque quedarán excluidos de las conversaciones de toda esa semana y con el peso de la vergüenza de por vida, como Adán y Eva.
Circulan por ahí vídeos tristísimos de madridistas que se perdieron la remontada contra el Manchester en 2022 (con el Madrid ya tiene delito); o de culés que no llegaron a ver la de los seis goles al PSG en 2017. En mis peores pesadillas, no sueño que me queda una asignatura de la carrera o que he salido de casa desnuda sin darme cuenta. Sueño que cuando el Mirandés marcó el primer gol en el Tartiere durante la final del playoff el pasado 21 de junio, es decir, cuando nos pusimos, en el minuto 15, a dos goles de la prórroga y a tres del ascenso, yo, que no tengo carné de conducir, salgo del estadio para ahorrarme el atasco, enfadada con el mundo, y me pierdo el empate de Cazorla en el 38, el tanto de Ilyas en el 51 y la apoteosis del regreso a Primera 24 años después con el golazo de Portillo en el minuto 101. Como el subconsciente es así de cruel, en la pesadilla lo oigo todo por la radio del coche que no tengo y me miro avergonzada en el espejo retrovisor. Me despierto sudando, claro, pero feliz. Creímos. Subimos. Nos mantendremos.