La marcha de María Pérez y Paul McGrath iza a España en el medallero del Mundial de Tokio
El catalán consigue un valioso bronce en su debut a los 23 años en la prueba de 20 kilómetros mientras la granadina consigue cerrar el doblete de oro con los 35, repitiendo la hazaña de Budapest 23
Los atletas son gente de fe, adónde irían si no creyeran. ¿Quién les daría certezas en este mundo tan voluble? ¿A qué se agarrarían? Los hay de psicólogo, los hay de conjuros oscuros, los hay de velas a la virgen o de rezos en monasterios, de estampitas, de datos de prueba de esfuerzo, de amistad inquebrantable, de amor, de palabras de fisiólogo, de chistes de mánagers, de consejos de Grok, de big data seria, chips, GPS, pulsómetros, potenciómetros, tecnología, zapatillas y plantillas inteligentes.
Hay los que hacen de su paso por la vida la historia de una amistad, y los hay de todo, una absoluta categoría a la que se acerca María Pérez, campeona única del atletismo mundial, que entra sola en el estadio, la primera de los 20 kilómetros marcha, un vacío a su alrededor, y sonríe, y su pulso se acelera aún más cuando vislumbra al final de la recta a su amiga y rival italiana Antonella Palmisano, la flor pintona en la cola y el chándal largo. Se ha retirado de la prueba con problemas de estómago, pero antes de ir al servicio no puede resistirse a cumplir con un deber de amistad que se ha impuesto: acercarle una bandera de España a su amiga del alma para que celebre como se debe su segundo título mundial ganado en Tokio, el de los 20 kilómetros siete días después de haber ganado el de 35. Es su segundo doblete mundial, su cuarta medalla de oro tras las dos de Budapest 2023.
Y también ha ganado un oro europeo y uno olímpico a medias con Álvaro Martín. Es, a los 29 años, la mejor marchadora mundial de la historia. “Es la mejor atleta mundial del momento. Aunque la marcha no sea tan valorada como el salto con pértiga, solo Mondo Duplantis, en hombres, es comparable. Lo que hace María, gana en todas las distancias, 20 y 35 kilómetros, que no son 100m y 200m precisamente, y con qué marcas…”, dice, obnubilada la marchadora de Taranto, la campeona olímpica de 2021, cuarta la española, que le entrega la bandera a la granadina de Orce, se abraza intensa, estrechamente con ella, con su sudor, sus lágrimas, todos sus fluidos y acepta feliz compartir incluso la vuelta de honor, rojo, amarillo, rojo, compartido. “Siempre me espera ella, así que hoy no podía fallar”.
Mientras María Pérez marcha, y responde uno a uno los ataques de todo el frente latinoamericano que se ha unido en su contra, tan dura es su respuesta que se queda sola –una a una la peruana Kimberly García, la ecuatoriana Milena Torres y la mexicana Alegna González han ido cayendo--, en la mesa de avituallamiento, su entrenador, Jacinto Garzón, tan devoto de las últimas tecnologías –implementos que miden en directo glucosa, lactato, temperatura corporal, potencia, corazón, velocidad—como de la fe antigua, lleva en su cartera estampas de 20 vírgenes y de Teresa de Ávila, doctora de la Iglesia, y qué carácter, qué poesía, y recuerda que antes de volar a Tokio pararon un minuto en la ermita de la Virgen de Font Romeu, en el Pirineo catalán, para encenderle un cirio en el altar y obtener su protección. “Y a Font Romeu quiere que vayamos el próximo año yo y mi marido y entrenador, Lorenzo, para entrenarnos en altura, en vez de a Livigno, en nuestros Alpes, como este año”, dice Palmisano.
“Nuestra amistad surgió aquí mismo, en Tokio, cuando los Juegos Olímpicos que yo gané y ella fue cuarta, donde nos sentimos cercanas y luego compartimos una historia que nos une un poco, una historia de sufrimiento al principio, una historia de determinación y fuerza, así que me veo mucho en ella y ella se ve en mí. Eso es lo que nos une. Ella estuvo muy cerca de mí cuando me operaron, yo estuve cerca de ella cuando fue descalificada en 2022 [Mundial de Oregón: ganó Kimberly García en su ausencia] y a partir de ahí nació nuestra relación, porque luego casi siempre entrenábamos juntas”.
Ni Santa Teresa ni la virgen de Font Romeu ni las máquinas elípticas lunares ni las cámaras de calor, la fe de María Pérez está en cuna campeona campesina italiana que le ilumina la mirada. “Antonella es especial, hoy me ha dado la bandera y no me lo esperaba, y la he visto que estaba en el avituallamiento nuestro después de retirarse por fatiga muscular”, dice, y uno se imagina a una campeona olímpica italiana picando hielo a mamporros contra las vallas metálicas para preparar granizados a su admirada María. “Anoche le escribí un mensaje, porque es nuestro ritual escribirnos un mensaje antes de competir y le dije que había una niña pequeña que en su día soñaba con ser una gran deportista y que soñaba con ser campeona olímpica. Vine a mis primeros Juegos Olímpicos en Tokio, me fui cuarta, como ella en Río, y cuando la vi ganando en Sapporo cinco años después, dije, si ella ha ganado, ¿por qué no puedo ser yo campeona olímpica?”
Paul McGrath es un friki de la marcha, de los datos, de la tecnología y de la historia, que le lleva al origen de la marcha en Catalunya, en la química de La Seda, Jordi Llopart en las horas libres, Josep Marín, Valentín Massana… Lo lleva todo y también una calculadora en la cabeza cuando marcha, lo que no obsta para que confesara que los dos últimos kilómetros, iba rezando, dos avisos y un tercer puesto amenazado. Virgencita, virgencita que me quede como estoy.
Cuando el temible Toshikazu Yamanishi, samurái sin katana, atacó, una, dos, tres, cuatro veces, y para hacerlo corría, levantaba simultáneamente los dos pies del suelo, ahí estaba Paul McGrath pletórico, su sombra a veces, su tocanarices otras tantas, respondiéndole, picándole, una mosca que no le dejó tranquilo. Y cuando Yamanishi, el plusmarquista mundial de la distancia (1h 16m 10s) recibió su tercera advertencia y fue condenado a estar parado dos minutos en la nevera, el marchador catalán, debutante en un Mundial a los 23 años, vio definitivamente el cielo abierto. Se olvidó del pegajoso chino Zhaozhao Wang, se olvidó del miedo y, audaz, aceleró hacia la victoria que le esperaba en la meta del estadio olímpico, una vez atravesado el túnel oscuro a la luz, como todos los campeones.
Quedaban cuatro kilómetros. Entonces, absorto en su mundo, sintió una ráfaga de aire por su izquierda y vio pasar como un avión al brasileño Cai Bonfim, que salía de a saber dónde, y poco después le pasó Wang. Entonces se impuso la cautela. Él marchaba con dos avisos, como el chino, mientras Bonfim, el medallista de plata en los 35 solo tenía uno. El tercero, la nevera. “Con dos minutos parado no sería ni finalista”, dice McGrath que empezó a rezar para que ni le pasaran ni le sacaran otra tarjeta, y cuando terminó, tan joven y medallista mundial, qué talento y qué trabajo entre Cornellà y Font Romeu, subiendo puertos en bici, viendo pasar el Tour y entrenando como un loco con un entrenador, Alejandro Aragoneses, que usa sus vacaciones para subir con él a Font Romeu, y trabaja de ocho a cinco, y a las seis ya está entrenando en la pista.
“Sin él, sin su sacrificio para estar conmigo, no sería nada”, dice McGrath, que termina tercero tras el brasileño y el chino y cruza la meta, se santigua, se pone de rodillas en el tartán antes de coger la bandera, se vuelve a santiguar. “Soy creyente”, dice McGrath, hincha del catolicísimo Celtic de su abuelo en Glasgow. “Y rezar ayuda. Ya antes del Mundial subía al monasterio de Monserrat en bicicleta a pedir ayuda”. Seguirá subiendo y seguirá triunfando, y volará en Los Ángeles 28, el sueño que mantiene vivo al futuro de la marcha española.