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La ratonera de la perfección

Siendo la perfección algo tan difícilmente alcanzable, tan difícilmente asumible, si existe un lugar en el que es posible vislumbrarla ese es el deporte

Esta es una columna sobre la tiranía perfección que, irónicamente, he reescrito unas treinta veces. El otro día debatía con mis amigos sobre si pintar tan bien como alguno de los artistas de una exposición que estábamos viendo era alcanzable con mucha dedicación y trabajo. Personalmente creo que cualquiera, con suficiente esfuerzo, puede llegar a ser un buen pintor, un buen pianista, un buen escritor, un buen atleta, pero no estará ni siquiera cerca de ser uno muy bueno.

En su libro ‘Mientras escribo’, Stephen King sugiere que puedes alcanzar cierta maestría practicando a diario, pero q...

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Esta es una columna sobre la tiranía perfección que, irónicamente, he reescrito unas treinta veces. El otro día debatía con mis amigos sobre si pintar tan bien como alguno de los artistas de una exposición que estábamos viendo era alcanzable con mucha dedicación y trabajo. Personalmente creo que cualquiera, con suficiente esfuerzo, puede llegar a ser un buen pintor, un buen pianista, un buen escritor, un buen atleta, pero no estará ni siquiera cerca de ser uno muy bueno.

En su libro ‘Mientras escribo’, Stephen King sugiere que puedes alcanzar cierta maestría practicando a diario, pero que nada convierte a un buen escritor en gran excelente: o lo eres o no lo eres. Vamos, que la perfección depende casi siempre de un talento aleatorio otorgado al nacer. Esto deja la meritocracia en un lugar tristísimo, pero es así, especialmente en el deporte. Léon Marchand, por ejemplo, nació con los genes de la suerte. Leo Messi nació con un don sobrenatural que supo -que supieron- potenciar (igual la clave es llamarse Leo o León). Porque luego está el azar, claro. Apuesto a que hay decenas de miles de personas que nunca llegan a descubrir que tienen un talento natural para algo. Los lanzadores de martillo, los saltadores de pértiga, los arqueros... ¿Cuántos potenciales talentos camuflados nos rodearán? Tú mismo podrías ser un excelente jugador de curling sin saberlo.

Siendo la perfección algo tan difícilmente alcanzable, tan difícilmente asumible, si existe un lugar en el que es posible vislumbrarla ese es el deporte. El diez de Nadia Comăneci es un modelo que todavía persigue al deporte medio siglo después de los Juegos Olímpicos de Montreal. Es lo que eleva la práctica deportiva desde el barro hasta lo filosófico: la búsqueda del diez, la búsqueda de la rutina perfecta.

“Al final, intentamos ser lo mejores que podemos cada día. Eso para mí es lo primordial. Juan Carlos y yo hemos dicho eso porque he jugado un muy buen tenis desde el principio hasta el final, pero en realidad creo que la perfección no existe; tal vez se pueda rozar, pero no existe”, decía la pasada semana Carlos Alcaraz en una entrevista en El País, con el trofeo del US Open amarrado con fuerza en sus brazos, del mismo modo que amarras a un niño antes de cruzar un paso de cebra.

Si hay algo parecido a la perfección, Alcaraz la alcanzó en la final en el Arthur Ashe Stadium. El tenista sabe convivir con la perfección porque no parece obsesionarse con ella. Porque, en el deporte, la búsqueda de la perfección puede volverse una paradoja insalvable. Simone Biles era tan excelente que Internet se vio obligado a crear el emoji de una cabra para glosar sus méritos. Biles estaba destinada a superarse a sí misma, es decir, destinada a superar su propia perfección, hasta que el 27 de julio del año 2020, en el Centro de Gimnasia Ariake, la implacable dominadora de la gimnasia mundial falló. Cayó enredada en su propia autoexigencia. “Me pregunto: ‘¿Puedo hacerlo mejor que lo que ya lo he hecho?’. Sólo busco ganarme a mí misma. Es todo mucho más difícil”, reflexionaba. Biles se liberó de la penitencia cuando, al mostrar su propia vulnerabilidad, se dio el margen necesario para disfrutar sin más.

El director David Fincher dice que “quien no busca la perfección es un vago”. El problema, creo yo, es cargar con la búsqueda constante de la perfección, como Sísifo cuesta arriba y abajo con la dichosa piedra. La perfección puede estar en un simple instante: el gol de Iniesta en la final del Mundial de Sudáfrica, el 0-40 con tres puntos de partido para Sinner que remontó Alcaraz en Roland Garros hasta ganar el partido, el último largo de 200 metros en la piscina Olímpica de Río de Janeiro de Mireia Belmonte. Un gol, una brazada, una última valla, un ascenso, un disparo, ya está, todas las horas de entrenamiento culminadas en un instante irrepetible. Para esos momentos está hecha la mediocridad del resto.

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