La cuarta pared en el fútbol

La admiración siempre implica responsabilidad, pero no sobran los ejemplos de juego limpio en el campo

Los jugadores del Osasuna Aimar Oroz, Jon Moncayola y Bryan Zaragoza celebran el segundo gol de su equipo en el partido contra el Celta el pasado 1 de septiembre.Jesus Diges (EFW)

Hay mucho teatro en el fútbol, una rica coreografía de 22 jugadores que despliegan su talento sobre un escenario gigantesco (hasta 120 metros de largo) desde que pita el árbitro y se abre el telón hasta que, hora y media después, termina la función, dividida en dos actos. En los estadios hay palco y gallinero; bambalinas y camerinos (túnel y vestuarios); errores típicos del pánico escénico; un apuntador (entrenador) que riñe desde el área técnica a su elenco cuando desobedece sus acotaciones y que a menudo cambia el argumento sobre la marcha, obligado a improvisar por un marcador desfavorable,...

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Hay mucho teatro en el fútbol, una rica coreografía de 22 jugadores que despliegan su talento sobre un escenario gigantesco (hasta 120 metros de largo) desde que pita el árbitro y se abre el telón hasta que, hora y media después, termina la función, dividida en dos actos. En los estadios hay palco y gallinero; bambalinas y camerinos (túnel y vestuarios); errores típicos del pánico escénico; un apuntador (entrenador) que riñe desde el área técnica a su elenco cuando desobedece sus acotaciones y que a menudo cambia el argumento sobre la marcha, obligado a improvisar por un marcador desfavorable, una lesión o superávit de tarjetas en el campo. A veces, cuando marcan un gol, los futbolistas rompen la cuarta pared y se encaraman a la grada para celebrarlo con el público. También hay divas que bajan del autobús sin mirar a los niños que han ido a esperarlos con la ilusión de llevarse un autógrafo y estrellas agradecidas que abrazan al pequeño que los mira con devoción en el posado previo al partido. Sobre las tablas, los jugadores adoptan diferentes papeles: protagonista, suplente, falso 9... piscinero. Es fácil ver grandes interpretaciones: tirándose al suelo, retorciéndose de dolor buscando conmover al colegiado para arrancar un penalti, o haciendo dramáticas pausas, contando hasta 100 antes de sacar cuando van ganando, como esos actores que hacen tiempo para recordar una línea de guion. Y nos hemos acostumbrado tanto a esos trucos de malas artes que conviene subrayar los gestos de honestidad y nobleza. La virtud merece tantos incentivos como castigo las faltas. Recientemente, Aimar Oroz, de Osasuna, trató de impedir la expulsión de Alfon González, del Celta, cuando este vio la tarjeta roja por juego peligroso: “Arbi, que no lo ve”, le dijo a Martínez Munuera. No le hizo caso, pero el club gallego agradeció en sus redes sociales el intento del rojillo: “Honor, Osasuna”.

No tienen el caché del balón de oro, pero existen unos premios al fair play o juego limpio en el campo. En 2019, se lo llevaron Marcelo Bielsa y los jugadores del Leeds, entonces en la segunda división inglesa, por dejarse marcar un gol después de anotar otro cuando su rival, el Aston Villa, atendía a un futbolista lesionado. Aquel día se jugaban el ascenso y no lo consiguieron. En la ceremonia de entrega del premio, Bielsa explicó cómo lo legal —el gol de su equipo cuando el Villa pensó que se había parado el partido llegó a subir al marcador— no siempre coincide con lo justo; habló del “esfuerzo” que supone “la decencia” y compartió el galardón con los ejemplos anónimos del día a día.

En 2005 un árbitro señaló penalti sobre Miroslav Klose. El alemán le indicó que no había sido falta, pero el colegiado no le hizo caso y al ejecutar la pena máxima, el futbolista lanzó el balón fuera de la portería. La Bundesliga le concedió aquel año el premio al juego limpio. En 2012, Klose marcó ante el Nápoles un gol con la mano y se lo advirtió al colegiado. La confesión le valió otro reconocimiento por fair play. Cuando le preguntaron por qué lo había hecho dijo: “Hay muchos jóvenes que ven fútbol y para ellos somos modelos”. La admiración siempre implica responsabilidad, pero no todos los que la despiertan tienen esto presente cuando salen al escenario.

Ese tipo de galardones pasan más desapercibidos porque nos fijamos antes en los rasgos de genialidad que en los de carácter y porque la honestidad no siempre es bien entendida en los estadios. Quiero pensar que si uno de los míos, es decir, del Oviedo, hiciera un gesto similar, estaría orgullosa, pero siendo, también, honesta, no me atrevo a asegurar que no me enfadaría si eso terminara costándonos el ascenso, como al Leeds de Bielsa.

El fútbol saca a veces lo peor de cada uno, como evidencia la proliferación de insultos racistas. Tenía un vecino que en los derbis gallegos, estando el Dépor y el Celta en Primera, cuando cogían el balón Mauro Silva o Donato gritaba a la televisión con todas sus fuerzas “¡dale, moreniño!” y cuando era Engonga el que tenía la pelota lo llamaba “negro de mierda”. Nadie en el bar se lo recriminó nunca. El último premio al fair play que concedió la FIFA fue para la selección brasileña precisamente por vestir una camiseta negra para concienciar contra el racismo. La mala noticia es que sigue existiendo, fuera y dentro del estadio. La buena, que nos damos cuenta y empezamos a preguntarnos cómo combatirlo.

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