Melvyn Richardson, líder de un Barcelona de balonmano que ya suma 11 copas del Rey consecutivas
El lateral, hijo del mítico Jackson Richardson y conquistador del torneo tras imponerse al Bathco Torrelavega, ha tallado su nombre en la élite con el Barcelona y Francia
Uno nació en la Isla Reunión y, con rastas y una sonrisa sempiterna, se ganó el corazón de Francia y de todos aquellos con los que compartió equipo, ganador por naturaleza. El otro, marsellés de nacimiento, es un tanto más tímido y tranquilo, vencedor por convicción. Jackson Richardson, de 54 años, sumó 417 encuentros en la selección gala -más que ningún otro en la historia-, logró dos títulos mundiales, también una Champions con el Portland San Antonio (2001), y fue el abanderado olímpico del equipo del gallo en 200...
Uno nació en la Isla Reunión y, con rastas y una sonrisa sempiterna, se ganó el corazón de Francia y de todos aquellos con los que compartió equipo, ganador por naturaleza. El otro, marsellés de nacimiento, es un tanto más tímido y tranquilo, vencedor por convicción. Jackson Richardson, de 54 años, sumó 417 encuentros en la selección gala -más que ningún otro en la historia-, logró dos títulos mundiales, también una Champions con el Portland San Antonio (2001), y fue el abanderado olímpico del equipo del gallo en 2004 además de ser el primer francés en lograr el premio al jugador del año por la IHF en 1995. Melvyn Richardson, su hijo, de 27 años, ya se colgó el oro en los Juegos de Tokio (2020), además de en el Europeo pasado, laureado por dos veces en la Champions (en 2018 con el Montpellier y 2022 con el Barça). Ahora también cuenta con la Copa como hiciera el año pasado, éxito azulgrana al imponerse al Bathco Torrelavega (23-36) en la final [y ya son 11 consecutivas], una nueva muesca de un equipo que está a un solo paso de hacer pleno, pues la semana que viene disputará la Final Four europea en Colonia.
Melvyn nació en Marsella pero a los pocos meses se mudó a Alemania para acompañar a su padre en su aventura con el Grosswallstadt. Tres años más tarde, llegó a Pamplona, a Larragueta, donde todavía conserva amigos de la escuela, con los que se cita cada vez que juega allí a través de Facebook o Instagram. Fue allí donde se impregnó del balonmano, pues no era raro verle sentando en el banquillo del Portland junto al doctor o, incluso, deambular por el vestuario entre coscorrones y gestos de complicidad de los compañeros de Jackson. “Aunque por entonces yo solo pensaba que acompañaba a mi padre al trabajo. Lo normal es que cogiera cualquier pelota y me apartara para entretenerme”, recuerda. Cualquier deporte le valía, pues lo intentó con el fútbol sala, el tenis, el judo, la natación… Hasta que regresó a Chambéry (Francia) y, contagiado por la ilusión de sus amigos de clase, se apuntó al equipo de balonmano. “Quería estar con ellos y me chiflaban los desplazamientos en minibús. Yo quería divertirme y mi padre no era nada invasivo, pues me dejaba descubrir el deporte por mi cuenta, por más que en ocasiones me daba consejos técnicos”, resuelve en perfecto castellano, herencia de su pasado.
Ocurrió, sin embargo, que se le daba de maravilla y quemó etapas a una velocidad de vértigo, al punto de que tuvo que compaginar el balonmano profesional con el colegio, exigido por sus padres a superar los cursos para seguir en la cancha. Y pronto llegaron las comparaciones. “Mucha gente hablaba y me examinaba como si fuera mi padre, pero yo nunca tuve una presión negativa sino que supe verlo como algo positivo. Fue una gran motivación para demostrar con mi trabajo que también podía dejar mi nombre”, conviene; “he luchado mucho para llegar al alto nivel, siempre he sido muy exigente. Sé que estoy aquí porque me lo merezco”.
Aconsejado por su padre en lo deportivo y por su madre (Danièle) en la gestión de la carrera -su hermana pequeña Ilina también lo intentó pero prefirió viajar y vivir una vida de estudiante-, Melvyn se hizo un hueco en la élite con el Chambèry para después firmar por el Montpellier y llegar a la cima. En 2021 le llamó el Barça. “Hay llamadas que no puedes negarte. Es el mejor club del mundo y quería ayudar a escribir parte de esta historia”, desliza, al tiempo que recuerda que está en conversaciones con el club para renovar (acaba contrato en 2025), que es su primera opción, aunque todo dependerá de las negociaciones.
Máximo goleador del Barcelona durante el curso, especialista también en los penaltis, Melvyn actúa de lateral aunque en ocasiones también lo hace de central. Su polivalencia y tino le hacen un fijo para Ortega, también para la selección. “Sería un sueño volver a los Juegos”, apunta con modestia; “porque allí estará mi padre -integrante del Comité Olímpico Francés-, y porque será una fiesta increíble”. Recuerda, sin embargo, que primero está la Champions, el duelo ante el Kiel en la semifinal y después, de ganar, el choque definitivo ante el Aalborg o el Magdeburgo. En las gradas, imagina, estará Jackson. Más difícil será que esté su mujer, pues tuvieron una hija hace unos cuatro meses, justo el día que Francia se jugaba la final del Europeo. Melvyn optó por ver nacer a Hoanie. “Es la mejor decisión que he tomado, vivir esa experiencia fue inolvidable”, esgrime a la vez que da gracias porque les ha salido dormilona.
Apasionado de la cocina -saca pecho cuando prepara las especialidades de Isla Reunión- y devorador de series, también hincha acérrimo del Olympique de Marsella –”tenemos la mejor afición del mundo”, expresa orgulloso-, Melvyn continúa llevando el apellido Jackson a lo más alto del balonmano. “Todavía no bromeamos con mi padre sobre las carreras de cada uno, pero cuando acabe la mía y vea lo que he conseguido, ya veremos…”, suelta, divertido. Quizá le pueda contar que en un año lo ganó todo con el Barça, conquistada ya la Copa Asobal, la Copa del Rey, la Supercopa y la Liga, pendiente ya solo de la Champions.
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