El Masters de Augusta, el último reducto ante la tiranía del teléfono móvil
El torneo, donde una entrada diaria puede superar los 2.000 euros, restringe la tecnología que ha cambiado la manera de ver el deporte en vivo
La tradición nació en 1963. Fred McLeod y John Hutchison se convirtieron entonces en los primeros honorary starters del Masters de Augusta, los encargados de realizar una especie de saque de honor del primer grande de la temporada. La costumbre ha crecido hasta hoy como un pilar del museo que es este torneo donde el tiempo parece haberse congelado. Gary Player (88 años), Jack Nicklaus (84) y Tom Watson (74), 140 participaciones en el Masters y 11 chaquetas verdes entre los tres, dieron ayer el golpe de salid...
La tradición nació en 1963. Fred McLeod y John Hutchison se convirtieron entonces en los primeros honorary starters del Masters de Augusta, los encargados de realizar una especie de saque de honor del primer grande de la temporada. La costumbre ha crecido hasta hoy como un pilar del museo que es este torneo donde el tiempo parece haberse congelado. Gary Player (88 años), Jack Nicklaus (84) y Tom Watson (74), 140 participaciones en el Masters y 11 chaquetas verdes entre los tres, dieron ayer el golpe de salida en el gran templo del golf.
Augusta es Augusta, con su robusta hilera de tradiciones tan firmes como la piedra. Poco importa lo que suceda fuera de estas puertas, lo que cambie el mundo, la sociedad o la tecnología. Aquí el campo es el mismo, con sus azaleas y sus pinos, los caddies siguen vistiendo de blanco y todo permanece en el mismo lugar desde hace décadas. Si de repente hubiera un viaje en el tiempo, un salto al pasado o al futuro, en el Augusta National nadie lo notaría. Un espectador de los años cincuenta del siglo pasado podría aterrizar en el Masters de 2024 y apenas le extrañarían las diferencias de vestimenta. El núcleo de esta particularidad es la prohibición de entrar con teléfonos móviles en el selecto recinto.
LeBron James se convierte en el máximo anotador en la historia de la NBA y en la grada del pabellón es difícil encontrar a un espectador sin el móvil entre su cara y un momento único. El espectáculo se consume a través de la cámara en lugar de la propia mirada, como si tuviera más valor registrar en el dispositivo electrónico un instante que ya graban decenas de cámaras que vivirlo en persona, el valor diferencial de estar allí presente. Lo mismo sucede en cada deporte, en cada torneo, en cada partido. Menos en el Masters de Augusta, un acontecimiento único en el mundo. Nadie tenía un móvil en la mano cuando Tiger Woods ganó en la inolvidable edición de 2019, o el año pasado cuando Jon Rahm tocó el cielo, ni ayer cuando el mito Nicklaus volvió a tomar un palo de golf. Y cada espectador pudo sentir esas emociones en su piel.
“Debería haber más torneos que hicieran lo mismo, restringir los teléfonos”, opina Rahm; “el ambiente aquí es tan especial precisamente por eso, porque no tienes distracciones, es puro amor al deporte. Ojalá hubiera más torneos así”. Augusta tiene sus leyes. No se permiten los teléfonos. Sí los relojes inteligentes, aunque no para enviar mensajes de texto y correos electrónicos, ni para hacer fotos. También están prohibidas las banderas y las sillas que no sean las del propio Masters, todas de ese verde tan característico para que la imagen de televisión sea idílica. Tampoco se puede correr por el campo. Si alguien lleva la gorra al revés, le pedirán amablemente que se la ponga con la visera hacia delante. Pero si alguien saca un móvil del bolsillo, firmará su condena (para llamar están las tradicionales cabinas). “La violación de estas políticas expondrá al titular del pase a la expulsión del recinto y al comprador a la pérdida permanente de sus credenciales”, avisa la organización. Las acreditaciones de prensa incorporan un chip que permite saber al Masters dónde está el periodista en cada momento.
Una entrada es un tesoro. Los socios controlan el flujo de unos billetes a precio de lujo. Un aficionado que pretenda acudir al Masters deberá pagar unos 1.500 euros por acceder a una ronda de prácticas (entre lunes y miércoles), y más de 2.000 por cada una de las cuatro jornadas (de jueves a domingo). Unos 40.000 espectadores pisan anualmente la pradera de Augusta durante la competición. Y dejan tras ellos un reguero de dinero. La tienda del campo es una mina de oro con larguísimas colas que factura 10 millones de dólares cada día (277 por segundo) porque los productos del Masters solo se pueden comprar allí y durante esta semana. La comida, eso sí, resiste a la inflación: 1,5 dólares el sándwich de pimiento y cinco una cerveza.
Todo es único en Augusta, un gigante que no para de crecer y donde esta semana aterrizan 1.500 aviones privados. El próximo año abrirá un aparcamiento subterráneo para los jugadores y al siguiente levantará un edificio de tres pisos con todas las comodidades para los golfistas y sus familias. Los drones sobrevuelan ya el campo, y no se descarta ampliar las 7.550 yardas que hoy tiene el recorrido, puede que hasta la línea roja de las 8.000. Eso sí, el móvil ha de quedarse en casa.
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