El trail vertebra los senderos entre Granada y Sierra Nevada
Un ultra de casi cien kilómetros dinamiza a pueblos que no se beneficiaban del esquí y celebra un emotivo décimo aniversario
Como las frases que perduran, los recorridos deben ser sencillos. Conectar Granada con Sierra Nevada en una carrera de casi cien kilómetros tiene sentido: no son los 171 del Ultra Trail del Mont Blanc, la referencia que tenía José Manuel Toledo cuando organizó la carrera, pero los rodeos solo aportan ruido al mensaje. Cuando los primeros 300 valientes salieron en 2014 de la ciudad sin saber si se perderían en...
Como las frases que perduran, los recorridos deben ser sencillos. Conectar Granada con Sierra Nevada en una carrera de casi cien kilómetros tiene sentido: no son los 171 del Ultra Trail del Mont Blanc, la referencia que tenía José Manuel Toledo cuando organizó la carrera, pero los rodeos solo aportan ruido al mensaje. Cuando los primeros 300 valientes salieron en 2014 de la ciudad sin saber si se perderían en la noche, no llamaron la atención. Diez años después, Ultra Sierra Nevada es un evento con 1.541 participantes de 35 nacionalidades. Ni la salida ni la meta necesitan más turismo, pero el trail ha vertebrado el camino: pueblos como Pinos Genil, Cenes de la Vega, Beas de Granada o Quéntar han encontrado gracias a los corredores y al ciclismo el sustento durante todo el año que no les daba el esquí.
Granada tiene tramos de altitud para casi cualquier deporte: la meteorología decide. Ultra Sierra Nevada se ha celebrado en días tórridos de verano y en otros con 30 centímetros de nieve. Frente a otros ultras de recorrido circular, este tiene más subidas que bajadas (5.400 metros de desnivel positivo por unos 4.000 negativos) y sustituye la habitual bajada tranquila a meta por casi un kilómetro vertical, desde la estación hasta el Veleta, por encima de los 3.000 metros. Tan horrible eran esos ocho últimos kilómetros –la ganadora de las dos últimas ediciones, Piedad Quesada, los define como “nivel Dios” – que había medalla para quien llegara a Pradollano y rechazara un postre que el viento, con rachas de hasta 100 kilómetros por hora, retiró este año del menú. Ni siquiera pudo montarse el arco de meta.
Así que 88 kilómetros tuvieron que valer para lo que Miguel Heras entiende como “una manera diferente de pasar la noche”. Del paseo del salón de Granada salieron a las 22.00 horas del viernes casi 400 corredores –en torno a una treintena completó el recorrido por relevos– en la modalidad reina de un evento con tres pruebas más. La distancia pone la épica, la emoción del acompañante que ve partir a un sujeto con mochila, dorsal y luz frontal hacia lo desconocido. “Que acabemos todos contentos y vayamos a casa felices”, pidió Heras, un deseo que le fue esquivo, pues su previsible victoria –lleva tres– se frustró por un esguince de tobillo. Cuando Agustín Luján le adelantó, el bejarano le dijo que siguiera, que si se recuperaba le alcanzaría. Pero abandonó. Y el manchego voló hacia la victoria (10h11m30s). Como Quesada, que se puso en cabeza en el kilómetro 20 y volvió a ser profeta en su tierra (14h21m47s).
La madre que reparte abrazos
Antes de mirar la nieve de la estación –y su espesor de dos metros y medio– sin catarla, los corredores desfilan por los brazos de Silvia Álvarez. Porque esta carrera no se entiende sin la vinculación con alguien que no llegó a hacerla. Su hijo David Kala era un corredor de ultras al que se le iluminaron los ojos con una prueba en su tierra que coronaba su adorado Veleta. Estaba inscrito en 2014, pero murió semanas antes por un accidente de escalada a los 20 años. La organización retiró el dorsal 101: sus amigos completaron aquel recorrido en relevos y dieron el último testigo a sus padres.
“La carrera me dio un motivo para seguir adelante. Cambié las pastillas por zapatillas y las lágrimas, por abrazos”, resume Álvarez. Su marido –entonces fumador, como ella– llegó a pesar 120 kilos, pero se puso las de su hijo –ventajas de compartir número– y completó el recorrido con aquel dorsal retirado en una plaza de Pradollano llena de lágrimas. Antes, su esposa se hizo famosa por un abrazo que dio a Valentí San Juan, el atleta al que admiraba David Kala. Cumplió su promesa de hacer la carrera y se fundió con ella poco después de haber perdido a su madre. Ocurrió en un avituallamiento que gestionaba, otra invitación para seguir adelante que esta mujer aceptó sin pensar.
La historia se convirtió en documental y ella saluda así a cada corredor que pasa por Pinos Genil. “La madre que te recupera el ánimo y te da calor. Son los abrazos que no pude dar a mi hijo”. Espera bajo un arco con el nombre del club que crearon, Soy Montaña, por los textos que dejó escritos su hijo. Sus cenizas descansan en el Veleta y su padre se queja de que su mujer llegue a casa con el olor de cientos de hombres sudados que llegan desde lugares variopintos al conocer la historia. Todo un consuelo en el kilómetro 65, con el cuerpo al límite. “Para mucha gente, la meta soy yo”.
La tradición dice que ahí empieza lo duro, pues los últimos 23 kilómetros concentran casi 2.000 metros de desnivel positivo: todo subida. Lo peor son las zetas que desembocan en Dornajo –1,9 kilómetros al 17,8%– que un corredor cuenta para distraer la agonía: “Ya quedan nueve”. Hay tramos de carretera, con los pitos de ánimo de los conductores, que se acortaron tras el acuerdo con el Parque Nacional de Sierra Nevada, que permite el paso por el Jardín Botánico y reduce lo que eran ocho kilómetros de asfalto. Suficiente que pase un ciclista y evidencie el trote cochinero tras horas de zancadas. Diferentes ritmos para un mismo fin: sembrar el camino entre la ciudad y la montaña.
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