Ser un Xavi del tiempo de descanso
Hay un punto en la vida –y en los partidos– en el que las cosas comienzan ya a ser irreversibles y conviene hacerse a la idea
Los últimos cinco años he tenido un sueño recurrente. En plena fase REM aparece Guardiola y me pide consejo, estrategia, ideas para desbloquear situaciones. Pep me pregunta cómo veo el planteamiento del partido. A mí, que no sé ni lo que es el juego posicional. A veces, incluso sugiere que podría jugar en su equipo. Pisar el césped, correr la banda. En algún momento se da cuenta de que tampoco tengo ni idea de jugar. Cambio algo.
Últimamente, cuando aparecía en plena noche, aceptaba mi naturaleza y solo me rogaba...
Los últimos cinco años he tenido un sueño recurrente. En plena fase REM aparece Guardiola y me pide consejo, estrategia, ideas para desbloquear situaciones. Pep me pregunta cómo veo el planteamiento del partido. A mí, que no sé ni lo que es el juego posicional. A veces, incluso sugiere que podría jugar en su equipo. Pisar el césped, correr la banda. En algún momento se da cuenta de que tampoco tengo ni idea de jugar. Cambio algo.
Últimamente, cuando aparecía en plena noche, aceptaba mi naturaleza y solo me rogaba que le entrevistase, que intentase descifrar su universo interior y lo contase al mundo con mi pluma. Desde hace unos días, sin embargo, desde el hipotálamo llegan señales en plena noche que construyen un sueño en el que soy Xavi. Me convierto en el entrenador del Barça, pero sobre todo, me toca asumir el mando en el descanso de un partido lamentable. O sea, en casi todos.
El sueño se vuelve cada vez más tenso. Ser un Xavi de entreacto no es agradable. Es duro, decepcionante y cada vez más repetitivo, vista la mediocridad que tiene que gestionar en la caseta cuando terminan los primeros 45 minutos. Desespera. Pero es lo que empieza a pasar al llegar a un cierto punto de la vida. Un momento que seguramente tiene que ver también con el ecuador de los procesos. Voy a cumplir 44 y cada vez me cuesta más enderezar las cagadas que he hecho o todo lo que no me gusta de mí y que ha ido solidificando en una conducta cada día más rígida. Las discusiones con la pareja, el desencuentro con algún amigo el pasado verano, las manías trabajando o todas las heridas que solo con mirarlas vuelven a sangrar y lo dejan todo hecho un asco. Los vicios ocultos -o no tanto- de un carácter que quizá preferiría no tener, pero que ya es tarde para cambiar. ¿Qué demonios te dices a ti mismo a estas alturas? ¿Vamos?
Juré que no me parecería a mi padre, que haría ese trabajo a mi manera. Y cuando les hablo a mis hijas ahora parece que lo esté haciendo él allá donde esté. Cuando murió hace tres años empecé a ir al psicoanalista. Como vivimos en Roma, lógicamente, es romano. Y como es muy bueno, obviamente tiene la consulta en el adinerado barrio de Parioli. Le conté el otro día al profesor -así hay que llamarle- el sueño recurrente con Xavi. Él tiene 82 años y es miembro de la sociedad freudiana. Pero también es de la Roma. Y debido a la conjunción de ambos fenómenos terminó confesándome que durante un tiempo le ocurrió algo parecido. Con otros personajes, claro. Al principio se le aparecía Zdeněk Zeman, mítico entrenador de la Roma, padre putativo de Francesco Totti y fumador empedernido. Le pedía consejos mientras exhalaba el aire de un pitillo detrás de otro, como si en aquella humareda se encontrasen las soluciones tácticas. En 2001, el año que ganaron el scudetto (el último), empezó a aparecérsele también Fabio Capello. Ahora, asegura con profunda amargura, solo sueña a veces que es el ayudante de Mourinho.
El sueño me perturba. Porque no sé qué decirles a los jugadores. Ni tampoco a mí mismo. Pero el profesor me anima a que me ponga duro, les eche una bronca tremenda. Él, dice, ha comenzado a hacerlo en sueños, y eso que tiene que lidiar con tipos como Lukaku. Desde entonces la Roma ha remontado cuatro puestos en la clasificación y aspira a ponerse primera. Pero no se fía. Cada año, a estas alturas de la temporada, es igual, me advierte: luego acaban palmando. Hay un punto en el que las cosas comienzan a ser irreversibles. Lo bueno y lo malo. Y toca acostumbrarse, me dijo. Vuelvo a casa desconcertado, como siempre, sin saber si hablaba de mí o del Barça.
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