La velocidad son las ideas
Pocas cosas pueden estremecer más en medio de una noche que el silencio de un estadio cuando su estrella se queda echada en el césped y se pone a calentar en la banda su supuesto relevo
Curiosidades que no lo son, que en realidad son más viejas aún que la pelota (y tanto como las palabras): si el balón pasa cinco segundos en las botas de un jugador el juego es una cosa; si el balón pasa dos, el juego es otra: hay más riesgo de perderla y de que te pillen las espaldas, hay también más posibilidades de que el rival se desencuaderne y enseñe las costuras. Pasó en el Bernabéu este domingo noche, pasa constantemente en todas partes: cuanto antes la sueltes, más tardará el otro en averiguar a dónde...
Curiosidades que no lo son, que en realidad son más viejas aún que la pelota (y tanto como las palabras): si el balón pasa cinco segundos en las botas de un jugador el juego es una cosa; si el balón pasa dos, el juego es otra: hay más riesgo de perderla y de que te pillen las espaldas, hay también más posibilidades de que el rival se desencuaderne y enseñe las costuras. Pasó en el Bernabéu este domingo noche, pasa constantemente en todas partes: cuanto antes la sueltes, más tardará el otro en averiguar a dónde. Así que cuando más y mejor corrió el balón en el centro del campo blanco, más ocasiones tuvo el Madrid. Fueron varias, pero este equipo sin un 9 estrella y sin que las ideas se posen en el hombro de Bellingham, necesita más: es lo que hay o lo que toca, no sabemos.
Los partidos del domingo a esas horas son peligrosos: el reloj avanza para clausurar el encuentro y también la jornada, por lo que la presión es doble. El público se desespera y las cosas se ponen agrias incluso en el estadio en el que pasan más cosas cuando se acerca el final del partido. La emoción, antes, hubo que buscarla en los minutos más angustiosos de la primera parte, cuando un jugador blanco se quedó tumbado en el césped y la gente rápidamente supo que era Bellingham. Pocas cosas pueden estropear más una noche que el silencio de un estadio cuando su estrella se queda echada en el césped y se pone a calentar en la banda su supuesto relevo. Pocas especulaciones más graves que las que atraviesan en ese momento la grada. Lo resumió mejor que nadie Ramon Besa en este periódico hace unos años al respecto de Messi: “Hay un sufrimiento peor que el de saber que Messi está lesionado. Es el de ver cómo Messi se lesiona. Cuando ocurre, la gente no sabe dónde meterse ni qué hacer mientras el jugador se toca la pierna, se deja caer en el suelo, hace gestos de dolor, rodeado de médicos y fisioterapeutas. Nadie se atreve a decir nada y el estadio se paraliza, incluso su equipo, pendiente de la evolución de su capitán”. Yo he llegado a conocer a uno que salió del estadio a fumar.
“Camilla”, avisó el locutor. La camilla yendo a buscar a la estrella al centro del campo es como ver montarse un hospital de campaña en el que las bajas son de seis a ocho meses. Pero Bellingham de repente se levantó solo, se fue a la banda a mover los bracitos como Jesucristo si lo hubiesen bajado vivo de la cruz, y entró al campo antes de que la camilla lo capturase. Su presencia no cambió el rumbo del partido, que fue el del clásico monólogo pastoso que nunca funcionó del todo, que se quedó a un casi de todo lo que intentó, y que llegó al minuto 90 con la tradicional espera del milagro de medianoche (previo amago de tangana en la portería del Rayo con Dimitrievski tirándose un rato a echarle minutos a la vida, como tiene que ser). No hubo ese milagro, no se encendieron las últimas luces que alumbran la clásica putivuelta del Madrid, el paseo final por la discoteca de chicas y chicos buscando el amor de su vida con el árbitro y los porteros pitando a todo trapo.
Contra las pocas buenas ideas del Madrid en ataque (hasta de taconazo lo intentó Rodrygo con el piperío en desbandada), las muchas buenas del Rayo en defensa que arrancaron dos puntos de un Bernabéu estupefacto.
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