Los cuatro fantásticos del ciclismo mundial pelean por el arcoíris en Glasgow
Junto a Evenepoel, actual campeón, Pogacar, Van Aert y Van der Poel son los favoritos para la victoria en un Mundial que se dirimirá en un caótico circuito urbano
Apenas comenzado el circuito en George Square, dos curvas a la derecha, una a la izquierda, en la esquina de Ingram con Queen Street, el pelotón deja a su derecha la estatua ecuestre del Duque de Wellington, monumento neoclásico al héroe que derrotó a los revolucionarios franceses tocado con un cono de tráfico, y el conjunto de bronce y plástico es la metáfora de todo, del Glasgow serio y gamberro, del ciclismo tradicional y rebelde, de los ciclistas de ahora, guerreros e irreverentes a los ...
Apenas comenzado el circuito en George Square, dos curvas a la derecha, una a la izquierda, en la esquina de Ingram con Queen Street, el pelotón deja a su derecha la estatua ecuestre del Duque de Wellington, monumento neoclásico al héroe que derrotó a los revolucionarios franceses tocado con un cono de tráfico, y el conjunto de bronce y plástico es la metáfora de todo, del Glasgow serio y gamberro, del ciclismo tradicional y rebelde, de los ciclistas de ahora, guerreros e irreverentes a los que rinden homenaje en cada carrera Pogacar, Van der Poel o Van Aert, ávidos buscadores del arcoíris que nunca han alcanzado en la carretera.
Unos centenares de metros más hacia el sur, por Argyle Street, hacia la estación central, el circuito se acerca a las orillas del Clyde caudaloso, donde brota otro monumento, el memorial de las Brigadas Internacionales, la estatua de Pasionaria con los brazos en alto, luchadora, heroica, mártir, el Glasgow de las siderurgias y el hierro, metáfora que a todos inspira, el ciclismo heroico que repite en cada carrera Remco Evenepoel, en San Sebastián hace una semana, la última vez; en la Lieja, el 23 de abril, antes, y en septiembre del 22, en Wollongong (Australia), también, cuando ganó su primer Mundial con los mayores. Luchador siempre solitario que ataca a 70 kilómetros de la meta, y nunca mira atrás, impermeable su cabeza a lo que pueda ocurrir, y a quien le persigue e intenta resistir le lleva al agotamiento, a la ruina.
El ciclismo con el que sueña, quizás, el ciclismo que busca, Ion Izagirre, el ciclista guipuzcoano que se acuesta estos días en el hotel que la selección comparte con belgas y daneses, entre Edimburgo y Glasgow, y se duerme feliz oyendo la lluvia golpear contra los cristales. Y dice Pascual Momparler, el seleccionador nacional, que el guipuzcoano que hace menos de un mes ganó entre los viñedos del Beaujolais una etapa en el Tour para tirar de las orejas a su hija Iraia que cumplía años, temerario en las curvas, amante del agua, es el más ilusionado del equipo, que le brillan los ojos, aunque también tienen ganas de hacer algo, y podrán, Alex Aramburu e Iván García Cortina.
El domingo 6 de agosto, cuando llueve fuego en España, anuncian tiempo de verano escocés en Glasgow, 15 grados de máxima, lluvia.
Ajeno a la poesía de las estatuas, el ciclismo analiza el mundial con ojos de extrañeza y duda. La fecha rompe. Es la primera vez que la carrera del arcoíris de los mejores ciclistas del mundo se celebra tan pronto en la temporada, antes de que se hayan disputado las tres grandes vueltas de tres semanas, un domingo a solo dos domingos del final del Tour, a tres del comienzo de la Vuelta. Forma parte de un conglomerado que la Unión Ciclista Internacional (UCI) adora, un título más rodeado de los Mundiales en pista, de mountain bike, de BMX, de ciclismo de salón. Todo, concentrado en 12 días en Escocia.
El recorrido rompe más aún. 270 kilómetros. Salida de Edimburgo, la otra gran capital escocesa, a las 9.30 hora británica (una más en España). 127 kilómetros en línea, 143 de locura, 10 vueltas a un circuito urbano de 14,3 kilómetros, las calles viejas del centro de Glasgow, estrechas o minúsculas, como su Metro casi de juguete. Sus 48 curvas en ángulo recto ya contabilizadas y estudiadas por todos, en las que el juego de los valientes será el de no tocar los frenos y curvear fluidos, y sus correspondientes 48 látigos que desgastarán y harán decir basta rápidamente a quienes marchen a cola del pelotón. Sus muchas cuestas (la más dura, la más conocida, los 200 metros de Montrose Street en la que echan el bofe los turistas hartos de callejear, y los estudiantes que tienen que correr para no perder el autobús en la cercana estación de Buchanan Street, donde, a menos de dos kilómetros de la meta se decidirá quizás el Mundial.
En una conversación iniciada en primavera, interrumpida con el Giro y el Tour, y retomada ahora, todo el mundo habla de lo mismo y de los mismos, de la belleza de las clásicas, de los monumentos, de las grandes carreras de un día, y de los mismos, de los fenomenales ciclistas nacidos con el cambio de siglo que han transformado la mirada y los sueños de la afición. De sus peleas inacabadas y nunca bien resueltas. Sus nombres se repitieron en los podios de San Remo y Roubaix (victorias de Van der Poel), en Flandes (victoria de Pogacar) y en Lieja. A ellos se les espera, una batalla más en su lucha inagotable, por las calles de Glasgow, más apropiadas para una kermesse belga, un juego de yincana y habilidad, un critérium de fiestas de pueblo, que para elegir a un campeón del mundo que vista de arcoíris los próximos 14 meses. Se espera al Tadej Pogacar invencible de Flandes, Amstel y Flecha, el de antes del Tour y de antes de la caída de la Lieja, el 23 de abril, que hizo imposibles la resolución de su duelo con Remco Evenepoel y su victoria en el Tour. A Evenepoel, y las pequeñas guerras de celos en el equipo belga, se le espera siempre, como se espera, y se cruzan los dedos, el día que Van Aert, dios de la generosidad, deje de pensar en Evenepoel y termine una carrera con la gran sonrisa, y no rumiando tristeza al lado de un feliz Van der Poel, que le come la moral en ciclocross y en carretera y que vuelve al Mundial el año siguiente de acabar en la comisaría la víspera de la carrera australiana, acusado de golpear a unos niños que jugaban al escondite en el pasillo de su hotel.
Y a nadie desesperaría que entre estatuas, metáforas, lluvias y humos escoceses, a todos les pudiera un elemento sorpresa, un quinto en discordia, el Tom Pidcock que asombró en las Strade Bianche, el Mads Pedersen que el anterior Mundial británico y diluviado, el de Harrogate en Yorkshire, destrozó a todos...
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