Un laboratorio político construido en el césped del estadio del AC Milan
Silvio Berlusconi edificó su leyenda de hombre de éxito a través de su habilidad para convertir al Milan en uno de los mejores equipos de la historia del fútbol
Un helicóptero apareció la tarde del 18 de julio de 1986 entre las nubes del cielo lluvioso de Milán mientras sonaba a todo trapo la Cabalgata de las Valquirias de Wagner. El aparato tocó tierra y, mientras las astas todavía levantaban el polvo en la vieja Arena de Milano, comenzaron a bajar por las escalerillas las estrellas del equipo que se había comprado, hacía unos meses, ...
Un helicóptero apareció la tarde del 18 de julio de 1986 entre las nubes del cielo lluvioso de Milán mientras sonaba a todo trapo la Cabalgata de las Valquirias de Wagner. El aparato tocó tierra y, mientras las astas todavía levantaban el polvo en la vieja Arena de Milano, comenzaron a bajar por las escalerillas las estrellas del equipo que se había comprado, hacía unos meses, el empresario de moda en Italia, Silvio Berlusconi, el dueño de un nuevo imperio mediático llamado Fininvest (la matriz de Mediaset). Un club que poco antes se había asomado a la quiebra y que había penado tristemente en la Serie B. Aquel AC Milan no tenía nada que ver con lo que hoy podría imaginarse. Estaba tan mal que su anterior presidente, Giussy Farina, alquilaba [la ciudad deportiva de] Milanello para celebrar bodas y bautizos. Aquella tarde, sin embargo, cambió para siempre la suerte del equipo y la historia del calcio. Y, probablemente, también la de Italia.
Berlusconi es la piedra Rosetta para descifrar casi todos los fenómenos de la Italia moderna. Pero también representa la síntesis de la relevancia que ocupa el fútbol en la vida pública del país y de cómo un estadio puede servir para descifrar las inquietudes y deseos de gran parte de la población. El dueño de Mediaset entendió que la euforia, la comunión y el éxito colectivo del fútbol eran un instrumento ideal para cabalgar otras esferas públicas. Y podría decirse que fue primer ministro, fundamentalmente, gracias a su hoja de servicios como presidente del AC Milan.
Compró el club en 1986, después de fracasar en su intento de adquisición del Inter de Milán a la familia Farina por 20.000 millones de liras (10 millones de euros). La gloria deportiva del club en ese momento era un páramo. Pero invirtió y apostó enseguida por un tipo de fútbol nuevo con equipos legendarios y contraculturales en la Italia del catenaccio, donde entrenadores como Arrigo Sacchi eran marcianos. Ganó cinco Champions —de las siete que tiene— y construyó una máquina de ganar envidiada en todo el mundo. Si había sido capaz de aquello, pensaron los italianos, cómo no iba a volver a poner en órbita la séptima economía mundial después de años de estancamiento.
El deporte, la competición y, sobre todo, el negocio que generaba, le apasionaban. La vida, la política y los negocios del siglo XXI serían un show o no serían, pensaba el gran magnate de la comunicación. A finales de los ochenta intuyó que la Copa de Europa agonizaba. El viejo tahúr desafió a la UEFA mucho antes que el trío de aprendices del Botafumeiro: un envite que desembocó en la actual Champions League. Podría decirse que todo aquello fue cuestión de dinero. Pero en sus 10 primeros años de presidencia, Berlusconi jugó cinco finales de Champions o Copa de Europa, de las que se llevó a casa tres. Ganó ocho trofeos internacionales, además de tres Supercopas de Europa y dos Intercontinentales. El PSG de los jeques ha logrado en 12 años una final de Champions y cero títulos internacionales.
El esplendor del Milan fue la banda sonora de los mejores años del calcio italiano, donde el modelo de club iba estrechamente ligado a la suerte del empresario que lo compraba. Jugadores buenísimos, guapos y magnéticos que proyectaban la marca del Milan y de Italia de forma internacional. Fueron los años dorados. Hasta que comenzó a faltar dinero en la caja y la pujanza de otras ligas, como la española, comenzó a mermar el poderío de los rossoneri. Los fracasos del Milan dieron pie a un ocaso crónico del equipo y de su presidente, tocado también por la crisis financiera del mundo y la persecución de la troika a su obra política. Y así fue cómo Berlusconi, muy tocado por todo aquello y preocupado por las pérdidas económicas que generaba el equipo, perdió las ganas de bajar al vestuario a contar chistes de faldas. Demasiados escándalos, miles de líos políticos e incontables desafíos judiciales.
En la familia nadie quería ya ocuparse del club y decidieron deshacerse de él. Pero faltaba el truco final, que consistió en colocárselo a un fantasma chino por 740 millones de euros (incluidas sus deudas). Nadie consiguió saber quién era aquel empresario. La Gazzetta dello Sport, de hecho, se fue a China para llamar al timbre de su casa, pero no encontró a nadie. El tipo, casualmente, había pagado ya prácticamente todo el dinero y luego desapareció. La sombra del blanqueo, como tantas otras veces, sobrevoló la operación. El club pasó luego a manos de un fondo de inversión estadounidense, que logró levantar un nuevo scudetto. Y ahí terminó su vínculo con el fútbol. O casi.
Berlusconi superaba los 80 años, se hizo vegano, adelgazó 10 kilos, se echó una novia de 30 años y, añorando el césped, decidió dejarse convencer por su amigo Adriano Galliani para hacerse con el Calcio Monza, club que se compró cuando penaba en la Serie C asfixiado en deudas. El año pasado certificó su ascenso a la Serie A por primera vez en su centenaria historia. Una gesta que fue repitiendo luego, jornada a jornada, hasta terminar esta temporada undécimo en la clasificación del principal torneo de Italia.
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