Bono derriba el palacio de Roger Ibáñez
El portero del Sevilla destroza con una parada magistral la obra defensiva del central brasileño, muro de la Roma hasta la tanda de penaltis
José Mourinho advirtió a los dueños de la Roma hace un año que para fijarse como objetivo la conquista del scudetto en 2024 era imprescindible conservar en la plantilla a Roger Ibáñez. De lo contrario, dijo, se plantearía dimitir. Dan Friedkin, el dueño del club, aceptó la explicación con perplejidad. Como la inmensa mayoría de los hinchas, el presidente no entendió por qué el entrenador portugués daba tanto valor a un futbolista que pasaba desaperc...
José Mourinho advirtió a los dueños de la Roma hace un año que para fijarse como objetivo la conquista del scudetto en 2024 era imprescindible conservar en la plantilla a Roger Ibáñez. De lo contrario, dijo, se plantearía dimitir. Dan Friedkin, el dueño del club, aceptó la explicación con perplejidad. Como la inmensa mayoría de los hinchas, el presidente no entendió por qué el entrenador portugués daba tanto valor a un futbolista que pasaba desapercibido. Prudente, tímido y algo inseguro, con 23 años Ibáñez era una rareza en el estrepitoso mundillo de la romanitá.
Los expertos que analizaban la final de Budapest hablaban de “estructuras”. En la jerga de los especialistas la Roma tenía una “estructura”. La realidad discurre por el subsuelo. Incluso Mourinho —rey de los entrenadores con complejo de ingeniero— saben que el secreto de sus caminos, canales y puertos, no reside en sus cálculos sino en la imaginación y en la fuerza inefable de muchachos que a veces pasan desapercibidos pero que, como Ibáñez, tienen un don. Un poder que no se puede entrenar. Basta con ponerlos en el campo. Eso que explica que, allende la organización táctica, la Roma no recibiera ni un remate a puerta en la primera parte. Solo un disparo de Rakitic desde fuera del área.
La Roma de Mourinho consiguió que durante la primera parte de la final no sucediera nada en su campo. Su defensa, liderada por Ibáñez desde la izquierda, se comportó como si el partido fuera un entrenamiento. Cada vez que el Sevilla conseguía filtrar o centrar, el resultado era el mismo. La pelota caía en poder del brasileño, el hombre sigiloso de Canela, en Rio Grande del Sur, la tierra de los gauchos, la llanura donde Brasil y Uruguay se confunden y la lengua es el portuñol. El mundo de Ronald Araujo. El mundo de Roger Ibáñez.
Había transcurrido media hora cuando la Roma adelantó líneas y Fernando le robó la pelota a Spinazzola. Era el momento. La ventana de supuesta vulnerabilidad del conjunto italiano. La transición esperada por el equipo español. Navas recogió la pelota en la izquierda y buscó a Ocampos con un balón bombeado que Ibáñez, pisando el círculo central, se llevó con naturalidad. Sin sudar. Fue una más. Pero esta vez el robo resultó letal. Mancini metió el pase en profundidad y Dybala le ganó la posición a Badé antes de armar la zurda para el remate cruzado. El 0-1 consagró la intervención dolorosa del argentino, artista, escultor, en la mampostería del palacio de Ibáñez.
Los problemas físicos son la cruz de Dybala. Nunca fue un gran atleta. Nunca soportó un tren rápido de partido. Pero su finura le convirtió en la estrella de la plantilla cuando la Roma le fichó libre el verano pasado. Mourinho construyó el equipo para él. Para sus momentos brillantes. Llegó a Budapest mermado por una lesión en el tobillo derecho. En el minuto ocho, en el curso de una contra, Gudelj le golpeó la zona dañada con la puntera izquierda. Con la sutileza de un cirujano. Dybala cayó como herido por arma blanca. Su grito de dolor se perdió en el fragor del estadio. Le quedaron un puñado de jugadas en la recámara. Dos o tres. Una acabó en tiro a bocajarro de Spinazzola, paradón de Bono; otra acabó en gol. Mourinho le retiró agotado a la hora de partido. Con el 1-1 en el marcador (gol en contra de Mancini), el esfuerzo del argentino no sirvió para nada. Quedaba el baluarte de Ibáñez.
Con la punta de los dedos
Ante Ibánez se diluyó Ocampos, se encogió En-Nesyri, fatigó Suso y se demoró Lamela —que le abrió el labio de un codazo—. Cuentan en la Roma que Moruinho dijo a los dueños que nunca vio un jugador tan concentrado y con tanta potencia y velocidad en el giro, el salto y la anticipación. El portugués advirtió que con 40-50 metros a su espalda le impresionaba por su ambición, su energía y su sentido de la responsabilidad. Hay jugadores, dijo, que juegan para sí mismos y los hay que juegan para el progreso del equipo, como Ibáñez.
Durante una hora, la Roma fue Ibáñez y Dybala. Luego nada más que Ibáñez. Recibió dos disparos desde fuera del área en 90 minutos, alcanzó la prórroga, y se entregó a la ruleta de los penaltis, territorio maldito para la Roma, santuario de Yassine Bono. El portero se estiró como una anguila para parar el tiro de Ibáñez, raso y a la base del palo derecho del guardameta. Desvió la pelota con la punta de los dedos y se llevó la séptima Liga Europa al Sánchez Pizjuán.
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