La refundación de Barcelona
Los Juegos Olímpicos escenificaron la plena normalización de la democracia española en sincronía con los días de vino y rosas del Fin de la Historia
El momento no llega a los 20 segundos y la clave es el suspense de los últimos 10. El relevo definitivo lo ha protagonizado un mito del básquet español —Epi—. Con la antorcha enciende la flecha que lanzará el arquero —Antonio Rebollo— y, al aparecer la llama en el pebetero, estalla una ovación en el Estadi Olímpic que resuena en televisiones de todo el planeta. Seis años después de la nominación y de obras faraónicas para sincronizar la capital catalana con las grandes urbes de su tiempo, los barceloneses experimentaron el orgullo de serlo en ese instante catártico (un eco del gol de Koeman en...
El momento no llega a los 20 segundos y la clave es el suspense de los últimos 10. El relevo definitivo lo ha protagonizado un mito del básquet español —Epi—. Con la antorcha enciende la flecha que lanzará el arquero —Antonio Rebollo— y, al aparecer la llama en el pebetero, estalla una ovación en el Estadi Olímpic que resuena en televisiones de todo el planeta. Seis años después de la nominación y de obras faraónicas para sincronizar la capital catalana con las grandes urbes de su tiempo, los barceloneses experimentaron el orgullo de serlo en ese instante catártico (un eco del gol de Koeman en la final de Wembley de hacía pocos meses). A la intensidad del suspense se le sumaba la estilización. La música, la iluminación, la belleza de la parábola que trazó la flecha en la noche. Pero en esa imagen había algo más que también era icónico y tenía que ver con la proyección global de una tradición industrial: la del diseño. La antorcha era obra de André Ricard y el pebetero de la empresa AD (Associate Designers) de Bigas y Sant.
Los Juegos Olímpicos escenificaron la plena normalización de la democracia española en sincronía con los días de vino y rosas del Fin de la Historia. Ese espíritu, que no dejaba de mirar la guerra en Yugoslavia por el retrovisor, lo sintetizaba el silogismo político que el alcalde Pascual Maragall pronunció por primera vez cuando la llama olímpica pasó por Tenerife. Lo que era bueno para unos, proclamaba, era bueno para los otros. “Y lo que es bueno para España es bueno para Europa, que es el marco posible, real y necesario del humanismo que transportamos como esperanza”. La fe en ese espíritu es constitutiva del Mito del 92: una ética cívica sin la que probablemente no habrían confluido todos los actores implicados, sobre todo públicos y también privados, en la gran transformación de Barcelona que puso los fundamentos de una ciudad nueva y enterró a otra.
El símbolo de la ciudad enterrada fueron los chiringuitos demolidos en el barrio de la Barceloneta, testimonios de un tipismo ya anacrónico como todo costumbrismo. Algunos intentaron resistir al presentar recursos contra la aplicación de la Ley de Costas, pero las excavadoras no paraban. Desde un extremo del futuro paseo, aún entre los escombros, podían verse ya las dos nuevas torres emblemáticas del Port Olímpic. Por poco tiempo una sería el edificio más alto de España. Era un hotel de lujo y arquitectura de diseño —el Arts—, una ruina a mediados de los 90, pero recomprada por un grupo de inversores cuando Barcelona empezaba a ser un imán turístico global en buena medida gracias a la imagen que había empezado a proyectar gracias a los Juegos. Para que emergiera esa nueva ciudad, cuyo principal atractivo era la vivencia de un hedonismo cool (a bajo coste), cambió su estructura periférica y cambió su modelo de desarrollo.
Hasta la nominación agonizaba en la ciudad un modelo económico decadente, varado en el tiempo. Barrios industriales desahuciados, calles vacías en el Poblenou que un día fue conocido como el Manchester catalán. El acontecimiento deportivo fue el catalizador para impulsar una serie de obras públicas planificadas tiempo atrás y que eran condición necesaria para que fuese posible el cambio de modelo. Se calcula que se invirtieron 900.292 millones de pesetas y las constructoras que se llevaron la mejor parte de la tarta fueron las de las hermanas Koplowitz (un 28%) y Entrecanales (un 15%). Se construyeron las rondas para oxigenar de vehículos un centro colapsado, se abrió el frente marítimo para suturar el centro con la playa —la Villa Olímpica fue un ejemplo de urbanismo socialdemócrata, como Andrés Rubio en España fea— y se amplió el aeropuerto.
La reforma de la terminal, que iba a doblar la cifra de pasajeros que recibía en un año (de seis a 12 millones), la lideró el despacho del arquitecto Ricardo Bofill. El edificio era un innovador contenedor de cristal en cuyo vestíbulo central destacaban cuatro palmeras, símbolo de una nueva modernidad de laboratorio con sabor urbano y mediterráneo al mismo tiempo. Pasear por las Ramblas de la terminal era otro motivo de orgullo local gracias a la belleza de su diseño industrial y al sentimiento consecuente de saberse admirado otra vez por el buen gusto.
Ese era el nuevo modelo de ciudad, esa era la Marca Barcelona: un reclamo que a principios de siglo posibilitó el impulso en su seno de una metrópolis del conocimiento (simbolizada hoy por el supercomputador) y que la sigue situando entre las mejores para vivir (véase el último ranquin de The Economist). Desde el aterrizaje en El Prat, pues, podía vivirse dentro de la marca, pero poco a poco más barceloneses empezaron a sentir que la Marca Barcelona profanaba el Mito del 92. ¿Podrían vivir en su ciudad o muchos serían expulsados de ella tras su colonización por parte de un neoliberalismo que, entre el sector turístico y el inmobiliario, no dejaría durante décadas de explotar la marca?
¿Hasta qué punto iban a sentirse extraños los barceloneses en la ciudad que redescubrió el mar? Algunos proyectos pronto languidecieron. Demasiado escaparate. Por ejemplo, el centro comercial Maremágnum en el Port Vell. Su propiedad cambiaría de manos, de bancos a fondos, pero nunca funcionó como espacio de ocio. Tampoco el cine Imax, cerrado por falta de público. No menos significativo es el éxito de otro espacio: la Marina del Port Vell. Durante los primeros años la concesión la tenía una empresa constituida por Caja Madrid y FCC, pero la crisis financiera obligó a dejar la concesión. La adquirió un grupo de inversión con sede en Londres. Capital ruso invisibilizado en paraísos fiscales. Se transformó la Marina para que pudieran amarrar los mayores yates del mundo. ¿De quién era la ciudad refundada?
Esa bifurcación del modelo ahora puede intuirse en otro instante mítico de los Juegos. Fue en la ceremonia de clausura. Después de dos horas llega el final de la fiesta. Es la hora de homenajear a los atletas. Peret, Los Amaya y Los Manolos encadenan rumbas en el escenario principal. Al final estrenarán uno de los éxitos de la Olimpiadas. No es la glucosa de Amigos para siempre sino la alegría portuaria de Gitana hechicera. Por entonces, por suerte, se ha evitado la catástrofe. Centenares de miembros de las delegaciones habían asaltado un escenario que no estaba preparado para resistir tanto peso. Los cantantes no saben qué hacer, las cámaras de televisión tampoco. Cuando los Amaya cantan Caramelos se ve a un tipo bailando y feliz de estar en el corazón de la fiesta.
Un instante de descontrol, como el preludio de la imposibilidad de controlar el éxito de la ciudad global que se gestó durante esos días.
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