Jakobsen: primer Tour de Francia, primer sprint, primera victoria

El sprinter neerlandés gana en Nyborg la etapa del viento de cara en el puente, tras la que Van Aert se viste de amarillo

Lampaert, de amarillo, se levanta tras una caída en el puente.AP

El viento sopla fuerte del Báltico, silba bajo el asfalto por las rendijas del tablero aerodinámico del puente colgante y silba entre las ruedas, los radios planos, las formas finas de las bicicletas aerodinámicas, los mismos perfiles que los de las placas de hormigón, tan esbelto, y choca fresco contra la cara de los ciclistas, que lo agradecen. Es lo que esperaban. Lo que les decían por la mañana los jefes en el autobús para calmarlos, como se reparten las benzodiacepinas, tranquilos viento de cara en el puente, no habrá abanicos.

Viento de cara es calma, es limpieza de ideas, es ause...

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El viento sopla fuerte del Báltico, silba bajo el asfalto por las rendijas del tablero aerodinámico del puente colgante y silba entre las ruedas, los radios planos, las formas finas de las bicicletas aerodinámicas, los mismos perfiles que los de las placas de hormigón, tan esbelto, y choca fresco contra la cara de los ciclistas, que lo agradecen. Es lo que esperaban. Lo que les decían por la mañana los jefes en el autobús para calmarlos, como se reparten las benzodiacepinas, tranquilos viento de cara en el puente, no habrá abanicos.

Viento de cara es calma, es limpieza de ideas, es ausencia de temor, dicen, y creen que engañan a unos ciclistas que si solo supieran una cosa sería que los días llanos del Tour nunca hay calma y casi siempre sprint. “Qué aburrimiento”, dice en la meta Van Aert, el rostro del nuevo ciclismo. “El viento de cara era tan fuerte que el día ha sido como correr 180 kilómetros incrementando la tensión y, de repente, encontrarnos en un entrenamiento. Si íbamos a 30 por hora…”

Y el belga añade que se aburrió más aún porque como eran los últimos kilómetros no puedo distraerse disfrutando del paisaje, de la belleza del puente orgullo de la escuela europea que une dos islas de Dinamarca superando un estrecho cuatro kilómetros más largo que el de Gibraltar apoyándose a mitad de camino en un islote tan desolador que hasta hace 60 años lo usaban la autoridades, ah, el luteranismo intransigente, para recluir y aislar a mujeres a las que se consideraba “patológicamente fáciles y promiscuas” en aras, oficialmente, de evitar un aumento de la natalidad.

Cuando el pelotón pasó, las mujeres ya no estaban ahí (las liberaron en 1961), pero sí centenares de aficionados con camisetas amarillas y carlsbergs pálidas en las manos.

Quizás fue aburrido para Van Aert, la estrella de la que bien podría ser la cuarta generación de ciclismo del siglo XXI, la generación de los que al fichar por un equipo preguntan antes si el material está a la última aerodinámicamente hablando y no por la calidad del botiquín del médico, pero para el hombre humano no hay calma, mucho menos aburrimiento. No hay calma, la calma es un invento, hay aceleraciones, frenazos, caídas y barullo de cuadros aéreos e inservibles, partidos, tristes, acrobacias, bandazos, y la barandilla tan bajita, y qué profundo es el mar, ahí abajo, a 65 metros entre las olas, qué vértigo, y hay un sprint que gana el que lo tenía que ganar, es sprint en Nyborg que gana, increíble aceleración en los últimos 50 metros, el neerlandés Fabio Jakobsen, el ciclista que resucitó después de la pavorosa caída de 2020 en el Tour de Polonia. Primer Tour. Primer sprint. Primera victoria. Y tan ancho que le cuesta trabajo entrar por la puerta del coche de su Quick Step, Patrick Lefévère, el patrón del equipo belga, acepta felicitaciones, dos etapas, dos victorias, y desprecia a los críticos, a los que le insultan por no llevar al Tour a Alaphilippe, a Cavendish…

“Ah”, sonríe. “El patrón siempre sabe más que nadie”. Y abraza a Yves Lampaert, no tan triste pese a haber perdido el maillot amarillo, pues lo hizo por espíritu de equipo, una brisa que recorre la cabeza de todos los patrones y cuya máxima es “todo por la firma”.

A Lefévère, casi tantos años como Eusebio Unzue llevando un equipo, más de 40 ya, no le importa quién gane siempre que gane el patrocinador. Solo busca tener al ciclista oportuno en el momento adecuado. Y tiene tantos ciclistas Lefévère, un armario sin fondo, que, como el mago de antes, siempre saca de la manga el conejo que hace gritar ah al espectador, y lo grita fuerte por el sacrificio de Lampaert, quien se cae, se levanta, enlaza haciendo un tras coche eterno en el puente interminable, llega a cabeza y le guía por las curvas, qué capacidad, a Jakobsen, y le coloca ideal para que gane. El esfuerzo le cuesta el amarillo, porque así no puede disputarle la bonificación a Wout van Aert, el derrotado del viernes. El más famoso de los ciclistas belgas queda segundo. 6s de regalo. Maillot amarillo por 1s. Dos segundos puestos valen el jaune. Por fin lo consigue Van Aert, que llevaba años en su busca y ahora busca el verde y es del mismo equipo que Roglic y Vingegaard, los que quieren llegar de amarillo a París. Más moderno de look y vocabulario que Lefévère, Merijn Zeeman, el patrón de los Jumbos, necesitará ahora un poco del mismo espíritu colectivo, lo que él, en el lenguaje de los ejecutivos de ahora, denomina ownership, y, al parecer, no significa propiedad. O quizás sí.



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