Nadal, el dolor y la infelicidad, una doble encrucijada
A punto de cumplir 36 años, el tenista admite por primera vez que la lesión en el pie empieza a pesarle demasiado y lo sitúa ante un dilema deportivo y vital
Nadie escanea mejor a Rafael Nadal que el propio Nadal, lejos ya de ese chico espontáneo y hasta cierto punto ingenuo que disparaba lo primero que le venía a la cabeza sin filtros ni circunloquios, para risas de los presentes. Con los años, el tenista ha aprendido a dominar la elocución y dosifica meticulosamente cada mensaje, expresando solo aquello que desea transmitir, y nada más. Rara vez deja un cabo suelto o sufre un desliz, ni mucho menos cae en la trampa que de vez en cuando se le plantea. Sin embargo, pocas veces se le ha podido escuchar referirse de forma tan cruda a la lesión que ar...
Nadie escanea mejor a Rafael Nadal que el propio Nadal, lejos ya de ese chico espontáneo y hasta cierto punto ingenuo que disparaba lo primero que le venía a la cabeza sin filtros ni circunloquios, para risas de los presentes. Con los años, el tenista ha aprendido a dominar la elocución y dosifica meticulosamente cada mensaje, expresando solo aquello que desea transmitir, y nada más. Rara vez deja un cabo suelto o sufre un desliz, ni mucho menos cae en la trampa que de vez en cuando se le plantea. Sin embargo, pocas veces se le ha podido escuchar referirse de forma tan cruda a la lesión que arrastra en el pie izquierdo (desde que tenía 18 años) como este jueves, cuando el dolor se le hizo prácticamente insoportable y le impidió competir contra el canadiense Denis Shapovalov, que lo apeó del Masters de Roma.
“Fue muy claro en la rueda de prensa”, corrobora un miembro de su equipo. “No hay nada más que se pueda decir porque no hay nada más. Él está en Barcelona viendo a sus médicos para ver si de alguna manera consigue que el dolor disminuya”, agrega esta persona el día después de que el campeón de 21 grandes se abriera en canal delante de los periodistas. Sin dramatizar, pero siendo tremendamente realista, Nadal confirmó lo que ya se sabía, pero esta vez fue un paso más allá. Repitió el mallorquín que padece una enfermedad crónica (el síndrome de Müller-Weiss) que le está poniendo en serios aprietos para poder ejercer su profesión y jugar al máximo nivel, pero además introdujo en el discurso un concepto absolutamente clave de su ideario: la felicidad.
En ese sentido, sus palabras descubrieron por primera vez una grieta. “Juego porque me hace feliz, pero el dolor me quita esa felicidad. Vivo tomando muchos analgésicos para poder entrenarme todos los días, pero uno no puede seguir así mucho tiempo. No pretendo estar en perfectas condiciones, pero al menos espero poder salir a la pista”, expresó; “lamentablemente, mi día a día es difícil, la verdad. A veces me cuesta aceptar la situación. Es difícil poder entrenar varios días seguidos y la élite exige poder moverse bien, y esto es algo que no soy capaz de entrenar. No pretendo hacerme la víctima, tengo lo que tengo. Si no tomo ningún antiinflamatorio voy cojo. Seguiré así hasta que aguante el tema y mi cabeza diga basta”.
Con la vitrina repleta de trofeos y a la cabeza de la gran carrera histórica por ser el más grande de todos los tiempos, Nadal, a punto de cumplir 36 años (lo hará el 3 de junio), asocia su continuidad al estímulo diario que el tenis le pueda reportar, más allá de los títulos. “Cuando uno juega sin alegría, no debe estar por el mundo sin disfrutar con lo que hace. Los resultados afectan, pero lo que verdaderamente afecta es si uno es feliz con lo que hace... y el tenis aún me hace feliz”, señalaba durante una entrevista concedida a este periódico a finales de 2015, cuando todavía no había alcanzado la treintena, el marcador no le acompañaba y era presa de la ansiedad y los nervios.
La erosión del volver
Como entonces, el tenista liga ahora la prolongación de su carrera a lo que la realidad pueda ofrecerle. En aquella época padecía su mente, hoy es su cuerpo. Continuará Nadal hasta que el pie izquierdo se lo permita, pero el impacto anímico recibido a lo largo del último año ha sido importante. Ni una cabeza tan privilegiada como la suya es ajena a la erosión que producen las lesiones, más que reiterativas en su caso. A lo largo de su trayectoria, el mallorquín ha acumulado más de tres años y medio en la enfermería por diferentes percances, del pie a la espalda, pasando por la muñeca, el psoas o las rodillas. Demasiado castigo, demasiado infortunio. Un volver a empezar que no cesa y le pesa, por más que todavía no se haya rendido.
“No voy a dejar de creer ni de luchar. En eso no voy a fallar”, anticipa. “No sé lo que pasará mañana o dentro de dos semanas, pero mi cabeza está preparada para asumir el reto. Solo tengo que conseguir que mi pie me permita jugar”, agrega el de Manacor, que dispone de un margen mínimo de nueve días para tratar de reponerse de cara a Roland Garros, a partir del 22. Ahí aterrizará con solo cinco partidos sobre tierra en las piernas (13 sets, 11 horas y 26 minutos) y escaso rodaje. Antes de reaparecer “justillo” en la Caja Mágica de Madrid, la semana pasada, había estado mes y medio de baja por una fisura en la costilla (19 de marzo, Indian Wells) y el curso pasado el pie volvió a detenerle; sucedió precisamente en París, y le obligó a parar durante más de medio año.
Retornó a la carrera y, contra todo pronóstico, de forma triunfal en Australia, con otros dos trofeos (Melbourne y Acapulco) y más victorias que ninguno en el primer trimestre. “Un milagro”, describía entonces. Se enfrenta de nuevo Nadal a otro imposible, rebelándose con valentía ante un destino que se empeña en situarle una y otra vez entre la espada y la pared. Una encrucijada deportiva, también vital. “El dolor te quita la felicidad, y no ya solo para jugar, sino para vivir. Mi problema es que muchos días vivo con demasiado dolor. Disfruto de lo que hago, pero me da muchos días de infelicidad”, repite el balear, quien pese a la adversidad y la ausencia, sigue liderando la carrera anual que señala al mejor jugador de la temporada.
Otra vez a contrarreloj, Nadal busca remedio en la supervisión del doctor Ángel Ruiz-Cotorro y el apoyo de un círculo íntimo que anima a un deportista psicológicamente tocado. “Llegará un día en el que mi cabeza dirá basta”, lamentaba hace dos noches en el Foro Itálico de Roma, escenario de un episodio doloroso y de alguna manera novedoso: nunca antes Nadal se había mostrado tan vulnerable ante el azote del pie, origen de la infelicidad actual.
PREOCUPACIÓN EXTRA: EL MAL SE REPRODUCE SOBRE TIERRA BATIDA
Nadal padece una osteocondritis del escafoides, una lesión degenerativa que debilita el hueso y la articulación, para la que no existe una cura efectiva. En abril de 2004, durante su participación en el torneo de Estoril, el balear sufrió una fractura por sobrecarga y la lesión derivó en una artrosis en esa zona del pie. A partir de ahí, se le aplicó un tratamiento médico y físico de prevención, pero conforme el deportista ha ido haciéndose mayor, el grado de dolor ha aumentado.
“Tengo el escafoides partido por la mitad, es un problema sin solución”, describía Nadal en enero. Lo hacía en Melbourne y mientras competía sobre cemento, a priori la superficie más hostil para su pie izquierdo; sin embargo, tanto el episodio que lo detuvo el año pasado en París como el actual, en Roma, tuvieron lugar en tierra batida, terreno en el que los deslizamientos, los apoyos y las maniobras de los profesionales son menos agresivas.
La temporada pasada, Nadal perdió contra Novak Djokovic en las semifinales de Roland Garros y durante el cruce con el número uno ya se le vio cojear de manera ostensible. En realidad, no es una imagen nueva. Con frecuencia, después de afrontar un pulso de alta exigencia física o de larga duración, el mallorquín suele caminar con dificultad y el dolor le persigue más allá de los límites de la competición.
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