Rodrygo remata su intenso romance con la Champions con dos minutos mágicos ante el City
El brasileño envía el partido a la prórroga con dos goles en los últimos instantes y Benzema remata con otro penalti
Sonó el final y Rodrygo, de repente hechicero mayor de la leyenda blanca, cayó de rodillas sobre la hierba, brazos en alto, ahogado de emoción. Solo. Sus compañeros saltaban en corro al otro extremo del campo, después de otra remontada, esta en una semifinal de Champions, un prodigio que aún no tenían en el catálogo. Rodrygo agitaba los brazos en el vacío. Hasta que lo alcanzó Vinicius, y ya tuvo a quien abrazarse. Después ya llegaron todos, y un poco más tarde unas...
Sonó el final y Rodrygo, de repente hechicero mayor de la leyenda blanca, cayó de rodillas sobre la hierba, brazos en alto, ahogado de emoción. Solo. Sus compañeros saltaban en corro al otro extremo del campo, después de otra remontada, esta en una semifinal de Champions, un prodigio que aún no tenían en el catálogo. Rodrygo agitaba los brazos en el vacío. Hasta que lo alcanzó Vinicius, y ya tuvo a quien abrazarse. Después ya llegaron todos, y un poco más tarde unas camisetas que el Madrid había preparado serigrafiadas en cuya espalda se leía: “A por la 14″. Fe institucional en otra resurrección.
Todo fe, también de Rodrygo: “No lo puedo explicar. No tengo palabras. Yo sé que Dios me dijo que hoy era mi día”, dijo. “Estábamos muertos”.
Después de la primera remontada de esta Champions loca del Real Madrid, la del Paris Saint-Germain, Rodrygo Goes volvió a casa y no se fue a dormir hasta las siete de la mañana. No era la adrenalina, sino el asombro, la incredulidad, de lo que Karim Benzema había desatado en unos instantes desbocados, locos, aparentemente absurdos, en los que el PSG se derritió bajo el influjo del Bernabéu y las dudas. No es que Rodrygo no se pudiera dormir, es que no quería irse a la cama. Habló, habló y habló del partido con su gente hasta el amanecer.
No dejó de darle vueltas a aquella noche casi hasta la del Chelsea, cuando su gol de volea, después de la exquisitez de Modric con el exterior, disparó el interruptor de otra remontada loca. Esa vez se fue algo antes a la cama, con el prurito de haberse colado de lleno en las leyendas que se contarán de generación en generación durante años, engarzadas en el mismo cordel de otras veladas mágicas.
Pero Rodrygo, que alimenta un intensísimo romance con la Champions casi desde su primera vez, que en su segunda noche le anotó tres goles al Galatasaray, aún fue capaz de agrandar su propio relato fantástico. Cuando el partido se deslizaba hacia el pozo del olvido entre pérdidas de tiempo del City, ya en el minuto 90, el brasileño volvió a apretar el botón de la magia. Camavinga avistó una carrera de Benzema al fondo del área pequeña, le envió por correo aéreo la pelota, el francés se la dejó a Rodrygo, y el brasileño desencadenó el encantamiento.
Se abrió un periodo de agitación máxima con seis minutos de tiempo añadido por delante, lo que había amasado el City con su parsimonia, y el Madrid se lanzó cuesta abajo a por un rival tembloroso con cara de PSG. No pasaron ni dos minutos hasta que Rodrygo, otra vez Rodrygo, cabeceó el 2-1 y revivió la certeza de que los blancos habían enfilado definitivamente el rumbo hacia París, hacia la final donde ya le esperaba el Liverpool.
Aunque antes había que atravesar la prórroga, en el estado de efervescencia del campo, un trámite aparente, que el Madrid iba a cruzar con un Bernabéu encendido que desde antes de que rodara la pelota pareció haber terminado de creerse lo que todos creían de él.
Sin Casemiro, Modric y Kroos, Camavinga volvió a empujar, esta vez a la carrera. Cuando ya llegaba al área, encontró a su derecha a Rodrygo, el hombre de la noche, la llave de la final. El brasileño se percató de que Benzema entraba lanzado al área. Se la puso, tiraron al francés y el capitán se encontró de nuevo, como en Mánchester, cara a cara con Ederson, a 11 metros de un gol para decidir el destino de su banda.
El portero brasileño se le quedó clavado a apenas un metro, mientras él sostenía la pelota impasible. Pero Benzema, como la semana pasada en el Etihad, tenía un plan. Allí había llegado después de fallar dos penaltis seguidos tirados abajo a su izquierda, y eso lo sabía él y lo sabía Ederson, que decidió lanzarse a la derecha del delantero. Pero la pelota no estaba allí, sino que flotaba suavemente hacia el centro, empujada por el soplido de Antonin Panenka. En el Bernabéu, Ederson se tiró adonde siempre lanzaba Benzema, y Benzema lanzó adonde nunca lo hacía, abajo a su derecha. Y así terminó el capitán otra noche alocada e insólita disparada por el encantamiento de Champions de Rodrygo.
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