Roglic disfruta del sol y la contrarreloj
El esloveno comienza la Vuelta al País Vasco como acabo el año pasado, vestido de amarillo
Las contrarrelojes, para un aficionado tipo, son como las películas de Peter Greenaway para un cinéfilo de clase media: un tanto indigeribles. O como el Ulises de James Joyce para un lector moderado, que cuando viaja a París prefiere visitar la librería Shakespere and Company, donde su legendaria propietaria Sylvia Beach la publicó por primera vez, allá en la Rive Gauche, frente a Notre Dame, antes que leer el centenario tocho, que Pedro Horrillo se tragó durante su primera Tirreno-Adriático entre etapa y etap...
Las contrarrelojes, para un aficionado tipo, son como las películas de Peter Greenaway para un cinéfilo de clase media: un tanto indigeribles. O como el Ulises de James Joyce para un lector moderado, que cuando viaja a París prefiere visitar la librería Shakespere and Company, donde su legendaria propietaria Sylvia Beach la publicó por primera vez, allá en la Rive Gauche, frente a Notre Dame, antes que leer el centenario tocho, que Pedro Horrillo se tragó durante su primera Tirreno-Adriático entre etapa y etapa.
Allá, en la otra acera de esa librería de abigarradas estanterías, se aposentan los buquinistas, que son patrimonio de la humanidad, responsables de esos puestos de cajas verdes reglamentadas por ley, en los que se pueden comprar libros descatalogados, o ejemplares antiguos del Miroir du Cyclisme, con Eddy Merckx o Anquetil en la portada sepia de huecograbado. Y hasta de Jesús Loroño, como los anteriores, también un buen contrarrelojista pero de una época anterior, cuando las cronos no se veían por la televisión y, por tanto, no dormían a nadie en el sofá.
La contrarreloj, en fin, es una especialidad necesaria, pero no por ello divertida para el espectador, salvo que se haya montado una fiesta en la cuneta con la familia y los amigos, porque verla en la pantalla invita a la desatención, a las miradas continuas al móvil, a las visitas a la nevera. Se podría decir, incluso, que las cronos contribuyen al sobrepeso de los espectadores. Aunque no hay que exagerar. Sirven para separar el polvo de la paja, para hacer desaparecer de las clasificaciones las iniciales “m.t”, es decir, mismo tiempo, que en décadas pretéritas adquiría la versión más clásica de ex aequo, pero es que ya nadie estudia latín.
En fin, con la contrarreloj sufre todo el mundo. Los espectadores, que se pueden aburrir, salvo en contadas excepciones; los expertos, que a veces ven un pedalear alegre cuando no es más que un desarrollo ligero para alguien que no puede con su alma o creen atisbar a un ciclista atrancado, que en realidad va como un tiro. No hay otro corredor cerca con quien contrastar.
Subida a San Telmo
Pero son los ciclistas quienes más sufren: agachados sobre el manillar, con los brazos juntos, intentando ser estatuas pegadas al sillín, sin levantar la cabeza, con el director tocándole las narices dando instrucciones a través del pinganillo. Sólo algunos privilegiados como Primoz Roglic no sufren. “Total, sólo ha sido un esfuerzo de diez minutos”, dice al bajarse de la bicicleta en Hondarribia, a pleno sol, aunque con fresquito, y con las magníficas vistas de la bahía de Txingudi, la desembocadura del Bidasoa y Francia, el país del Tour en la otra orilla. “Claro que me gustaría”, responde cuando le preguntan si estaría dispuesto a llevar el maillot amarillo de la Itzulia hasta el último día en Arrate.
De momento, empieza como acabó el año pasado, vestido de líder, destrozando el reloj en el último instante después de una apabullante subida a San Telmo, 500 metros al 9% de desnivel, una dificultad que se repetía después, en el empedrado del casco antiguo de Hondarribia, antes de descender hacia la meta.
Sólo Remco Evenepoel, que salió unos minutos antes, fue capaz de plantarle cara de manera virtual, porque no se las vieron, que es una contrarreloj. El fenómeno belga consiguió bajar de los diez minutos y descabalgar a Remy Cavagna, que llevaba mucho tiempo ya sentado en el trono de las contrarrelojes, que recuerda a aquel programa de televisión, de los tiempos de Merckx o Anquetil, titulado Reina por un día, y que presentaban José Luis Barcelona y el torero Mario Cabré. Caído Cavagna, a Evenepoel no le dio tiempo ni a sentarse en el trono, porque llegó Roglic como un obús para, después de sus diez minutos de esfuerzo, vestirse de amarillo por cinco segundos, coger a su hijo Lev en brazos antes de contestar a los periodistas, y dominar de nuevo la carrera vasca a la que, no obstante, le quedan todavía unos cuantos capítulos. El siguiente, en Viana, cruce de caminos entre el País Vasco, La Rioja y Navarra.
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