El purgatorio de Messi en París
El argentino sufrió para adaptarse a la ciudad y al club francés después de su traumática salida del Barcelona
La respuesta siempre era la misma: “Normal”. Messi repetía que su vida en Barcelona “era tranquila”, basada en sus hijos y en sus “rutinas”. Tenía montado un pequeño Rosario en Barcelona: carnicería de siempre, entorno argentino-uruguayo, restaurantes preferidos y caminatas que se volvían invisibles para los vecinos de Castelldefels. Messi prácticamente ni pisaba Barcelona. Y, cuando lo hacía, era para saltar de su normal vida de padre de familia a un extraordinario futbolista en el Camp No...
La respuesta siempre era la misma: “Normal”. Messi repetía que su vida en Barcelona “era tranquila”, basada en sus hijos y en sus “rutinas”. Tenía montado un pequeño Rosario en Barcelona: carnicería de siempre, entorno argentino-uruguayo, restaurantes preferidos y caminatas que se volvían invisibles para los vecinos de Castelldefels. Messi prácticamente ni pisaba Barcelona. Y, cuando lo hacía, era para saltar de su normal vida de padre de familia a un extraordinario futbolista en el Camp Nou. Pero, de repente, algo se rompió para Messi.
El miércoles 4 de agosto, el presidente Joan Laporta llamó a Jorge Messi, su padre, y le dijo: “No podemos renovar a Leo. Lo siento”. Entonces, Messi encendió la máquina del tiempo. Como en 2001 cuando dejó Rosario, al argentino se le resquebrajó lo que los psicólogos llaman el equilibrio emocional. Se quedó hundido y lo peor para él es que ni siquiera tenía una respuesta. “Le pregunté varias veces por qué se fue del Barça. Nunca me dijo nada. Creo que lo hizo para protegerme porque yo me quedaba en el club”, explicaba el Kun Agüero antes de su despedida del fútbol.
Sin tener claro por qué la directiva del Barcelona decidió no firmar el contrato pactado, a oídos de Messi también llegó una suerte de traición en el vestuario. Piqué habló con Laporta para decirle que la solución para el Barça era no renovar al 10: “Sin Leo, se arregla el tema del juego limpio financiero”. La salida se volvía cada día más traumática para Messi y París se presentaba, a priori, como un placebo afectivo. No lo ha sido de momento.
De entrada, Messi, a los 34 años, tenía un desafío inédito en su carrera: sumarse a un nuevo vestuario. El PSG tiene un grupo heterogéneo en el que conviven hasta 13 nacionalidades. La ventaja del ahora 30 (no aceptó el dorsal 10 que le ofreció Neymar) es que contaba con viejos conocidos. “Me sorprendió el Leo que llegó a París. Es más social, te pregunta cosas y él también cuenta cosas de su vida”, explica uno de los castellanoparlantes del cuadro parisino. A quienes no conocían al argentino también les sorprendió, pero por todo lo contrario: “No habla. Se sienta en su sitio, se queda callado y mira todo”.
No es nueva su estrategia de protegerse en el silencio. El problema, generalmente, es que sus interlocutores no saben cómo interpretarlo y les genera inseguridad. En lo que todos coinciden, en cambio, es en el aura que se genera. “Cuando está él en el vestuario, todo es diferente. Hay otro clima. Impone respeto”, explican en el grupo del PSG. Antes de viajar a París, Messi ya había recibido la llamada del técnico, Mauricio Pochettino. “Le pregunté cuál era su idea y me dijo que estaba encantado y que me esperaba en París”, explicó Messi a este periódico sobre su conversación telefónica con el exentrenador del Espanyol.
“¿Te llamó Pochettino?”, le preguntó a Messi uno de sus colegas en el vestuario; “ten cuidado. Es un mentiroso”, le dijo. El grupo del PSG no es una tierra fácil de gobernar, ni siquiera para un tipo con la personalidad del técnico argentino. La relación entre Messi y Pochettino es buena, como también su comunicación. El desafío para el futbolista no estaba en el vestuario ni en el campo; era familiar. Y aunque el PSG aspira a dominar el fútbol y hay pocas ciudades con el encanto de París, el talento no entiende de dinero ni de glamour, pero sí de sentimientos. Y Messi sufrió la adaptación a la ciudad de la luz.
Vivir en el hotel
La Pulga y sus tres hijos se instalaron en el hotel Le Royal Monceau, que pertenece a Qatar. La puerta del lujoso alojamiento, a 800 metros del Arco de Triunfo, se llenó de paparazis y curiosos. Ya lejos de los paseos tranquilos con Antonela y las pachangas con sus hijos en Castelldefels, Messi tardaba una hora en llevar a sus niños al colegio, más otra para llegar a la Ciudad Deportiva del PSG. Y, cuando regresaba de entrenar, se pasaba las tardes encerrado en una habitación de hotel. Paredes, compañero en la selección argentina, explicaba: “Adaptarte a un nuevo país y a un nuevo club no es fácil ni para Leo, que es el mejor del mundo. Pero es Leo y le dará la vuelta”.
La prensa francesa, en cambio, no era tan comprensiva. “Es la sombra de sí mismo”, disparaba Le Parisien. Pero algo ya había empezado a cambiar. “Fue importante cuando dejaron el hotel”, cuentan los que conocen a La Pulga. Después de más de dos meses de búsqueda y tras descartar vivir en el centro de París, Messi y su familia se mudaron al barrio residencial de Neuilly-sur-Seine.
Sus primeros meses en París fueron tan complejos como su adaptación a la Ligue 1. “Es muy física”, explica un compañero de Leo. “Además”, añade, “en la Liga española le tenían más respeto. Aquí le pegan más y no le cobran tantas faltas”. Ahora le pitan 1,71 por duelo por las 2,83 del año pasado en la Liga. Pero a Messi no le asustaban las patadas.
Asentada la familia, recuperado el estado de forma, Messi necesita conectarse con el balón. A partir de diciembre, la media de veces que Messi toca la pelota por partido ha aumentado un 20%: ha pasado de 69 a 83. En el Barça su promedio en las últimas ocho campañas era de 82. Y en los últimos 15 partidos en los que ha participado suma seis goles y siete asistencias. “Leo está bien”, anticipó Pochettino antes de la visita del Real; “puede transmitir muchas cosas de manera individual y en el rol con el equipo”. Pasado el purgatorio, Messi quiere volver a tocar el cielo en París, nada menos que ante el Madrid.
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