Opinión

Santana, un grande de hoy, ayer y mañana

Fue tal su onda expansiva que hasta cambió el esmirriado urbanismo español. De repente, allá por finales de los sesenta y principios de los setenta, proliferaron las pistas de tenis como champiñones

Manuel Santana, en 1953. El tenista retirado ha fallecido en Marbella a los 83 años de edad.Barratts/PA (Getty)

El pujante deporte español de estos tiempos tiene deudas mayúsculas. Con Severiano Ballesteros, Ángel Nieto, Paquito Fernández Ochoa, Federico Martín Bahamontes, y, desde luego, con Manolo Santana. Un gr...

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El pujante deporte español de estos tiempos tiene deudas mayúsculas. Con Severiano Ballesteros, Ángel Nieto, Paquito Fernández Ochoa, Federico Martín Bahamontes, y, desde luego, con Manolo Santana. Un grande muy grande, pionero entre pioneros. Tan gigante que no se entendería a Rafa Nadal sin la huella de este genio madrileño que se buscó la vida en favor de lo que amaba: el tenis. Sí, el tenis, pero no el tenis glamuroso de hoy, sino el tenis de barbecho, cuando en España solo el fútbol y el boxeo y alguna épica ciclista tenían portadas.

Santana fue el embrión de Santana, del tenis español. Y todo por su cuenta, en tiempos de franciscana austeridad, del rancio franquismo y con el deporte entroncado al paleolítico. Él, niño buscavidas como recogepelotas, se ganaba la vida como Seve de cargapalos en Pedreña o Nieto como ayudante de un taller mecánico de su amigo Tomás Díaz Valdés. Tal era la precariedad que el propio Manolo contaba que en las históricas finales de aquella España en tanga de la Copa Davis en Australia contra los aussies él viajaba a costa de que sus rivales John Newcombe o Rod Laver le prestaran una habitación en su casa.

A ellos les debe España su mejor y eterna retrospectiva. Al soñador Santana, al llanero solitario Bahamontes, al gas de Nieto cuando nadie aceleraba, al caddy Seve cuando a ojos españoles el golf era asunto de los pavos reales británicos, al Paquito de Navacerrada que fluía sobre la nieve como un loco en un país de verbena veraniega. A todos debe el deporte español su vuelo.

Sí, de un vuelo quijotesco a lo que ahora a muchas recientes generaciones amnésicas les parece lo de toda la vida. No, el pregonero Santana y su testamento fueron únicos, la gloria improvisada. En su caso, como diría el maestro Eduardo Galeano, un viaje del placer al deber, por más que Manolo siempre sintiera más placer que deber, porque toda la exigencia era la que él mismo se ponía. Cómo no exigirse, si con su padre en una cárcel franquista, su madre y sus tres hermanos compartían una vivienda madrileña en la que hacían cola en el baño hasta 12 familias.

Fue tal su onda expansiva que hasta con Santana cambió el esmirriado urbanismo español. De repente, allá por finales de los sesenta y principios de los setenta, proliferaron las pistas de tenis como champiñones. Cemento, blanco inmaculado de los jugadores, raquetas de una tonelada de madera y a pelotazos. Con Santana supimos lo que era un ace, un break, un passing shot… Con Manolo supimos que el tenis no era el juego de combustión de hoy, cacharrazo a cacharrazo, sino un deporte de ingenio y lazarillos. ¡Qué muñeca la de Santana! Un locatis, dirían los modernos. Un “majara” solía decir Nieto. Lo mismo da. Un deportista de fábula, un grande muy grande de ayer, hoy y mañana. Porque más allá de sus trofeos, Santana se ganó un Grand Slam único: la inmortalidad.

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