Messi, después de todo
Al argentino lo echamos de menos los culés como una viuda extraña el olor a tabaco en las tristemente perfumadas estancias de la casa
Estábamos disimulando, de acuerdo. Hacíamos ver como que no pasaba nada. La vida seguía su curso con Messi felizmente instalado en París y nosotros yendo y viniendo de la misma nevera, de la misma cocina, repitiendo frases hechas como que el club está por encima de cualquier jugador y todas esas cosas que uno dice pudiendo callar, lo que nunca es mala opción. ¿A quién tratábamos de engañar? ¿Al mundo, en general? ¿A nosotros mismos? ¿Al nuevo inquilino del número diez, quizás? Hay ciert...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Estábamos disimulando, de acuerdo. Hacíamos ver como que no pasaba nada. La vida seguía su curso con Messi felizmente instalado en París y nosotros yendo y viniendo de la misma nevera, de la misma cocina, repitiendo frases hechas como que el club está por encima de cualquier jugador y todas esas cosas que uno dice pudiendo callar, lo que nunca es mala opción. ¿A quién tratábamos de engañar? ¿Al mundo, en general? ¿A nosotros mismos? ¿Al nuevo inquilino del número diez, quizás? Hay cierta nobleza en evitar celos y frustraciones al heredero decretado, pero tampoco mucha: una mentira es una mentira y a Messi lo echamos de menos los culés como una viuda extraña el olor a tabaco en las tristemente perfumadas estancias de la casa.
Bastó con verlo recoger su séptimo Balón de Oro, el primero lejos de casa, para que el castillo de indiferencia levantado a la carrera tras su marcha se desmoronase como Hugh Grant frente a Julia Roberts en Notting Hill, ya saben: aquello de “solo soy una chica, delante de un chico, pidiendo que la quiera”. Qué duro ver a mi padre, inductor de casi todas mis creencias, bajando la cabeza para no hacerse daño, para no hacérmelo a mí, como esos viejos que abren mal una mano de dominó para dar algo de chance al rival, que también es amigo. “¿Y dices que se quiso ir él, que no lo echaron?”, pregunta sin mirarme, como si le diese vergüenza la respuesta que intuye desde mucho antes de verbalizar la duda. “Sí, papá. Él quería irse a un equipo con aspiraciones de ganar la Champions”, contesto. Y entonces se levanta, se va de la habitación, murmulla solitario, a lo lejos, y vuelve al rato con una naranja en la mano porque, a partir de una cierta edad -o eso creo entender-, todo se enfría yendo a la cocina y regresando a la escena del crimen con una naranja.
Qué antinatural resulta todo desde el adiós. Nada importa ya si resultó forzado o forzoso. A un padre se le pude mentir por compasión, máxime cuando tiene las arterias llenas de empalmes y alguna válvula de prestado, pero se debe proceder siempre con el máximo cuidado: un día le aseguras que no se pudo hacer mucho más para retener a Messi y al siguiente estás perpetrando una masacre por vergüenza, por no saber dar un paso atrás en el momento adecuado, un poco como Jean-Claude Romand, el protagonista de El adversario.
“¿Y ahora qué?”, se preguntará cualquiera con un mínimo de corazón. Pues ahora nada, tan solo la certeza de que ya has vivido tus mejores años como hincha y todavía te queda un mundo por delante, si es que nada se tuerce en exceso. Por supuesto que hay cosas peores cosas en la vida que descubrir a Messi levantando el último galardón individual que podremos considerar de todos, pero yo no sé cuáles son, ni siquiera las imagino.
Lo único que alcanzo a ver, con la gala a punto de terminarse, es a mi padre mondando una naranja como quien maquilla un difunto. Y también al ídolo inundando la pantalla con el mismo gesto indescifrable que popularizó Lola Flores cuando, en medio de una actuación, perdió uno de sus pendientes y dijo aquello de “ustedes me lo vais a devolver porque mi trabajito me costó”. Era nuestro y ya no es de nadie, después de todo.
Puedes seguir a EL PAÍS DEPORTES en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.