Rafal Majka homenajea a la soledad con una larga fuga triunfante en Gredos
Victoria del polaco en El Barraco otro día de montañas, calor y líderes que contemporizan en la Vuelta, y Eiking sigue de rojo
Han hecho un nuevo puente sobre La Gaznata, llegando a El Barraco, y Ángel Arroyo, que aprendió, a lo bruto, a andar de bici de niño en los guijarros junto al embalse del Burguillo, prefiere hablar del antiguo, del puente viejo y estrecho, y habla fascinado de lo que no se ve desde arriba, y dice que es maravilloso pasar por debajo y ver cómo se mezclan la piedra y el hormigón armado, y siempre, desde niño, se ha preguntado cómo podrían hacer ese puente tan fuerte. Lo intentaron destruir durante la guerra y no lo c...
Han hecho un nuevo puente sobre La Gaznata, llegando a El Barraco, y Ángel Arroyo, que aprendió, a lo bruto, a andar de bici de niño en los guijarros junto al embalse del Burguillo, prefiere hablar del antiguo, del puente viejo y estrecho, y habla fascinado de lo que no se ve desde arriba, y dice que es maravilloso pasar por debajo y ver cómo se mezclan la piedra y el hormigón armado, y siempre, desde niño, se ha preguntado cómo podrían hacer ese puente tan fuerte. Lo intentaron destruir durante la guerra y no lo consiguieron.
Tan fuerte, tan duro, tan antiguo y hermoso como el puente de arcos, tan humano y estrechito que un semáforo debía regular su paso, solo un sentido en cada ciclo, así fue Arroyo como ciclista, el salvaje le decían, y aún se lo dice Julio Jiménez, el padre de todos los ciclistas de Ávila. Salvaje como Rafal Majka, dicen ahora, como el ciclista polaco, duro, antiguo, que atraviesa Gredos, arriba y abajo, rozando los valles abrasados por un coche que explotó en el pueblo de Casillas y la desidia de un forestal que dejó arder las ramas. Desde el Arenal por Centenera, desde Mombeltrán por Pedro Bernardo, y luego Mijares hasta Burgohondo y Navaluenga, de donde es Mancebo, otro duro que aún sigue dando chepazos a los 45 y se ha hecho medio japonés ya y medio ciclista de montaña, montaraz como trancos, y nunca tuvo el turbo que sus forofos le asignaban, y así hasta la puerta de la casa del Chava, en las alturas de El Barraco, en la falda del monte, y algunos de los árboles por allí también están chamuscados.
Casi todo lo recorre Majka, casi 100 kilómetros, en soledad, siguiendo los consejos de los sabios al caminante. Majka marcha solo porque solo en soledad se siente libre, y la libertad es la esencia de su viaje. Deja que el antojo sea su único guía, el instinto y no la necesidad, y ni se fija en el paisaje, que es accesorio aunque hermoso y agobiante con el calor, pues asciende por las laderas sur de los montes, donde no hay escapatoria del sol de agosto inclemente siempre. Sencillamente, como hacía Stevenson, maestro de caminantes, se deja impregnar, y sus pensamientos se tiñen del color de lo que ve, árboles verdes aún, esperanza, y una cinta de asfalto, el camino, todo lo que necesita. Y el pensamiento que toma el color de Gredos es el recuerdo de su padre, muerto hace nada, cuenta Majka, y el viento silba entre los radios de sus ruedas, que modulan el sonido, música, y le empujan.
“No me escapé solo por un antojo”, dice Majka, escalador anárquico y caprichoso que prefiere ser libre a ser líder, y ser ayudante de campeones, Contador, Pogacar, a ser campeón, y lo entendió mucho antes que Romain Bardet, el ganador liberado del día anterior. Majka, de 31 años, es ciclista de altibajos, hombre de grandes fugas, viajero de soledad: un podio en la Vuelta, tres grandes victorias de etapa en el Tour, en tres días eternos de montañas, Cauterets, Pla d’Adet, Risoul; otra etapa en la Vuelta, su última victoria hasta El Barraco, en La Pandera de 2017. “Me escapé solo para ganar la etapa, porque empecé muy mal el año, y para honrar a mi padre y también a mis dos hijos, lo he hecho por ellos, y lo tuve que hacer solo, siempre tengo que irme solo para ganar, porque no soy rápido y todos me ganan, pero en la montaña tengo una velocidad de crucero que muy pocos pueden seguir”.
Lo persiguen, solos, desarbolados, incapaces de robarle ni un segundo, Steven Kruijswijk, el ciclista sin cuello, todo hombros, y, detrás, solo, el australiano Chris Hamilton. Son los pecios de un intento de persecución en fuga masiva y desorganizada a lo largo del Alberche, del Tajo hacia arriba.
El cuarto del día también homenajea a la soledad libre. Es el inglés Adam Yates, que no llega de lejos, sino de muy cerca, de un ataque de 15 segundos, muy a su estilo, en la última subidita desde Navaluenga y hasta la calle de José María Jiménez, Chava, y la casa del campeón muerto, a un pelotón contemporizador guiado por el equipo del líder, Odd Eiking, el noruego que, y ni él se lo esperaba, ha cubierto de rojo toda la segunda semana, la de los no ataques, y de líder vicario de Primoz Roglic llega a Santander, al segundo día de descanso, y se ríe fuerte, jajajaja, cuando le preguntan si no se ve ganador de la Vuelta… “Jajajajaja”, dice, “buena pregunta, pero la respuesta es no. Viene una semana demasiado dura para mí”.
Llegan los días del Cantábrico, al que arriba la Vuelta de un salto en autobús, los días de Lagos y Gamoniteiru, y el sueño de Roglic reventado, en los que Enric Mas ya no podrá seguir representando la fábula de la zorra y las uvas, como en El Barraco. “El trazado no ha sido el mejor para tener la batalla que se esperaba”, justifica el mallorquín, el único español con esperanzas de victoria final.
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