No era una toalla, era una peluca
En 1978, Yves Hezard intentó secarse con la prenda de un espectador... hasta que se dio cuenta del error
El sol cae a plomo en plena canícula francesa. Los Alpes sirven de parapeto, en las laderas no pega ni un soplo de aire que alivie a los ciclistas. Fuego en el asfalto el 18 de julio de 1978, mientras Joop Zoetemelk, al que apodan El Chuparruedas, defiende el jersey amarillo de los zarpazos de Bernard Hinault. 225 kilómetros entre Grenoble y Morzine. Yves Hezard, un buen corredor, tiene por delante, como el resto del...
El sol cae a plomo en plena canícula francesa. Los Alpes sirven de parapeto, en las laderas no pega ni un soplo de aire que alivie a los ciclistas. Fuego en el asfalto el 18 de julio de 1978, mientras Joop Zoetemelk, al que apodan El Chuparruedas, defiende el jersey amarillo de los zarpazos de Bernard Hinault. 225 kilómetros entre Grenoble y Morzine. Yves Hezard, un buen corredor, tiene por delante, como el resto del pelotón el Granier, el Cucheron, La Colombiere, Porte, y Plainpalais antes de la meta. Sube y baja, sin tiempo para recuperarse, mirando todo el día hacia arriba, con el termómetro por encima de los 30 grados.
Hezard suda, no deja de hacerlo; el maillot del Peugeot empapado, las piernas chorrean. Debajo de la gorra, el pelo hierve en su propio jugo. Necesita refrescarse, beber un bidón de agua, secarse el sudor. Necesita una toalla, pero circula en medio de un pasillo de espectadores y no hay manera de que el coche del equipo se acerque a auxiliarle. “Necesito una toalla”, se repite a sí mismo. Alguna prenda con la que quitarse el sudor de encima. Mira a los espectadores que aplauden, que silban, que gritan. Tienen que tener alguna. No puede pedirla prestada, debe cogerla él mismo. Luego la arrojará enseguida y su propietario podrá recuperarla unos metros más adelante. Pero hace tanto calor que todo el mundo lleva el mínimo de ropa: mangas cortas, vestidos de tirantes, poco más. Sigue obsesionado. De repente encuentra a su presa, él comprenderá; sabrá que el ciclista está sufriendo, que necesita ese trapo, esa toalla. Está a menos de un centenar de metros, sin camisa, en pantalón corto, tocado con una gorra de lona y una toalla.
Hezard se acerca a la cuneta, pasa rozando al espectador, alarga el brazo y tira de la prenda que aquella persona lleva sobre la cabeza, y que en un primer momento no reacciona, se queda congelado. No entiende lo que ha pasado. El ciclista se aleja y empieza a frotarse la cara, el cuello y la cabeza para quitarse el sudor. Unos metros por detrás, el espectador reacciona, empieza a gritar, gesticular y a perseguir a Hezard, justo cuando el corredor se da cuenta de que aquella toalla no seca, que no sirve de esponja contra el sudor, sino que además, empieza a picarle la cara como si tuviera un sarpullido.
Entonces, en un momento de lucidez en medio del esfuerzo, se da cuenta. Lo que aquel hombre, al que ve correr por detrás, gritando con su calva reluciente, llevaba en la cabeza, no era una toalla, ni un pañuelo, sino una peluca, de muy buena calidad, que su dueño persigue durante unos metros más hasta que Hezard la arroja a la cuneta. No hay ninguna cámara que recoja la escena, que la inmortalice para la eternidad. Sólo los testigos la corroboran, entre ellos el ciclista, que lo cuenta en la cena a sus compañeros, que no pueden parar de reírse. Sean Kelly y Gerry Knetemann seguirán haciendo bromas con la peluca durante años. Hezard completaría una buena carrera, para después sentarse en el coche de la Vie Claire de Bernard Hinault, y después en el vehículo del Mavic, que auxilia a los ciclistas cuando no aparecen los de su equipo. “Soy el San Bernardo del pelotón”. Seguro que además de ruedas y bidones de agua, lleva siempre alguna toalla.
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