Egan Bernal manda en el Giro de Italia como un verdadero patrón
El colombiano dirige las operaciones de una etapa durísima que corona al suizo Gino Mäder y entrega la maglia rosa al húngaro Attila Valter
Sopla el viento entre la Forca di Gualdo y la Forca de Presta. En el altiplano a 1.500 metros de altitud corretean los caballos libres por praderas siempre verdes, y rastros de nieve aún, asustados por el ruido de los helicópteros. Ni el paisaje de una tierra hermosa de un pueblo castigado por la historia y por la naturaleza, ni la lluvia que también cae, helada, son un obstáculo. Filippo Ganna tiene una misión. El ciclista de Verbania ya no es un gigante para los co...
Sopla el viento entre la Forca di Gualdo y la Forca de Presta. En el altiplano a 1.500 metros de altitud corretean los caballos libres por praderas siempre verdes, y rastros de nieve aún, asustados por el ruido de los helicópteros. Ni el paisaje de una tierra hermosa de un pueblo castigado por la historia y por la naturaleza, ni la lluvia que también cae, helada, son un obstáculo. Filippo Ganna tiene una misión. El ciclista de Verbania ya no es un gigante para los comentaristas de la RAI sino un “mastodonte”, que suena a insulto más que a otra cosa, y animaliza a un corredor tremendo y sensible que se pone en cabeza, y sus Ineos, Egan siempre, a su cola, y él solito organiza varios abanicos, ataques mantenidos, que despedazan al pelotón y hacen sufrir a corredores que no tienen ni tiempo para abrigarse, y acaban con las esperanzas del líder, Alessandro de Marchi, de dormir una tercera noche con la maglia rosa.
El tren Ganna-Ineos no puede alcanzar al fugado suizo Gino Mäder, e Italia sueña feliz. Ha ganado Gino, gritan, ha ganado Gino, una exclamación que no proferían desde el Giro de 1950, cuando Gino Bartali, padre fundador de la mitología ciclista italiana a medias con Fausto Coppi, ganó su última etapa en la corsa rosa. Y Mäder, nacido en 1997 y famoso porque, fugado en la París-Niza igual fue alcanzado y derrotado por Roglic a solo 20 metros de la meta, responde como todos los jóvenes de finales de siglo cuando los periodistas, abuelos cebolleta que necesitan fijar referencias históricas a todas las gestas, le preguntan qué sabe de Bartali: “no sé nada”. Luego, se rasca la cabeza y admite que quién sabe, que quizás sus padres, muy aficionados al ciclismo, le nombraron Gino por el toscano de hierro, pero que no está seguro.
El ataque de Egan, punto final inevitable del trabajo de su equipo, descuelga un poco a todos (23s ceden Simon Yates, Alexander Vlasov y Hugh Carthy; 21s, Marc Soler, el mejor de los españoles), salvo al renacido Remco, que bien abrigado, bien alimentado, duro, resiste a su rueda, pero no aleja lo suficiente a Attila Valter, un chaval de 22 años que corre en el Groupama francés y había hecho una buena contrarreloj en Turín, y toda Hungría sueña feliz, pues ningún húngaro en la historia del Giro se había vestido de rosa, como su Attila, corredor de mountain bike hasta los 18, hace en el pueblecito de San Giacomo, una estación de esquí mínima sobre Ascoli Piceno, donde las aceitunas rellenas.
Son las Marcas, es la Italia más dura, y la lluvia siempre, la que cambia la carrera, y la voluntad de Egan de seguir haciendo daño, un poquito cada día. En los Apeninos Sibilinos, misteriosos, oscuros, donde vivió la Sibila profética y surgen las fuentes claras del río Tronto que cae en picado al mar, un terremoto terrible destruyó pueblos y vidas hace cinco años. Ya no hay nadie para reconstruirlos ni para asombrarse del ciclista piamontés que sigue tirando del pelotón machacado, a duras penas reagrupado en parte, y lo lleva como con un gancho durante 40 kilómetros más, en un interminable descenso hasta Ascoli Piceno, al pie de la subida final, el primer puerto largo del Giro. Y todos le siguen en fila india con ganas de insultarlo, y cara de enfado, y él parece que sonríe. Y el que se enfada de verdad es Pieter Serry, ciclistas del Deceuninck, que se da un buen golpe cuando le alcanza por detrás y le derriba el coche del director del Bike Exchange, que conduce distraído, de charla con el director de carrera que le afea que uno de sus chicos ha tirado un chubasquero a la carretera.
Ascienden todos al ritmo mastodóntico de Ganna los seis primeros kilómetros, muy tendidos de la subida de 16, y después le releva Jonathan Castroviejo, un vizcaíno que tira hasta con la rueda pinchada, tan fuerte es, y a este el trentino Moscon, que dura poco porque se llega a los últimos cuatro kilómetros, en los que la pendiente crece de golpe al 10%. El siguiente granadero del Ineos que entra en acción no tira sino que ataca, es Daniel Martínez, el príncipe de Soacha, y es la señal para su Egan, que poco después se lanza. No recibe ni un relevo de todos los que logran pegarse a su rueda –Remco, Dan Martin, Ciccone—pero está tan fuerte que a todos derrota en el sprint por los 6s de bonificación que recibe el segundo. Puede que el niño maravilla de Zipaquirá eche de menos a Landa, al que le gusta la ofensiva, como a él, pero ha logrado que ya nadie le pregunta si le duele la espalda.
En un vuelo privado Rímini-Vitoria regresó Mikel Landa a España, donde será operado el lunes de la fractura de la clavícula izquierda. Antes de partir, en el hospital de Riccione, donde pasó la noche, descartaron que sufriera un neumotórax, lo que temían dado que también cuenta con cinco costillas fracturadas. El ciclista ha descartado reaparecer en el Tour, (del 26 de junio al 18 de julio) y su presencia en la Vuelta, que comienza el 14 de agosto, parece muy complicada.
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