Sufrir a balón parado

Es cierto que la capacidad del Barça para rizar el ridículo había quedado patente en aquel córner de Anfield Road, con medio mundo mirando al balón y los azulgrana mirándose entre ellos

Leo Messi, cabizbajo, durante el partido contra la Juve en la última jornada de la fase de grupos de la Champions.Alberto Estévez (EFE)

Hay algo hermoso en la decadencia del Barça de Messi, equipo colosal que escribió algunas de las páginas más bellas en la historia del fútbol y que ahora se dirige al desguace por su propio pie, corneado de muerte pero intransigente en su última voluntad: que el mundo entero sea testigo estupefacto del acto final. La lógica y el respeto hacia los años bárbaros del genio aconsejaban otro desenlace, supongo. La aparatosa derrota de Lisboa tenía ese punto de ruptura que precede a los cambios rotundos, momento idóneo para decir ...

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Hay algo hermoso en la decadencia del Barça de Messi, equipo colosal que escribió algunas de las páginas más bellas en la historia del fútbol y que ahora se dirige al desguace por su propio pie, corneado de muerte pero intransigente en su última voluntad: que el mundo entero sea testigo estupefacto del acto final. La lógica y el respeto hacia los años bárbaros del genio aconsejaban otro desenlace, supongo. La aparatosa derrota de Lisboa tenía ese punto de ruptura que precede a los cambios rotundos, momento idóneo para decir “hasta siempre, Leo” y comenzar un tiempo nuevo sin hipotecar los buenos recuerdos a cambio de una última bala, pero no. En el Barça todo resulta complicado, especialmente las despedidas, un club que parece permanentemente inspirado en una novela de Faulkner aunque con matices: en esta historia, Messi es la madre muerta que transporta a los vivos en una carreta camino de New Hope.

Cualquier equipo de leyenda es susceptible de ser humillado en combate: no pasa nada, es ley de vida. Que un gigante emergente como el Bayern te meta ocho goles entra dentro del guion, uno brutal y desagradable, pero guion a fin de cuentas. También que un Liverpool plagado de suplentes -aunque igualmente efervescente-, camino de su sexta corona europea, te remonte un tres a cero en el partido de vuelta. O que te despistes en Roma, como cualquier turista sobrepasado por su historia, belleza y una resaca colosal de lambrusco. Son cosas que pasan, achaques propios de la edad.

La vergüenza viene después, cuando reinventas el significado de la expresión “sufrir a balón parado” de un modo en el que nadie había imaginado jamás. O cuando te das cuenta de que la última gran aportación del Barça de Messi a los libros de historia puede ser una nueva categoría estadística: la de goles encajados tras un saque de banda a tu favor y en partidos consecutivos.

Ni los más cenizos del lugar podrían esperar semejante disparate de un equipo profesional y aristocrático como el Barça. Es cierto que su capacidad para rizar el ridículo había quedado patente en aquel córner de Anfield Road, con medio mundo mirando al balón y los azulgrana mirándose entre ellos, en plan primer día de instituto Beverly Hills 90210: Sensación de vivir, pero los dos goles encajados ante el Cádiz y la Juventus se llevan la palma. Habría que adentrarse en los peores cenagales del fútbol amateur para encontrar una disfuncionalidad semejante, como por ejemplo aquel Bar Rampla en el que milité yo durante tres temporadas, antes de colgar las botas definitivamente. Cada córner a nuestro favor se convertía en una oportunidad de gol para el equipo contrario, tan conocedores algunos de nuestro principal defecto que nos regalaban saques de esquina sin necesidad de sentirse presionados, ni apenas ruborizarse.

Todo resultaba tan ridículo que, para detener la sangría, optamos por la solución más evidente: quedarnos diez atrás -incluido el portero, claro- mientras esperábamos a que nuestro lanzador la tirase directamente fuera, concediendo un saque de puerta que evitaba el factor sorpresa. “¡Serios, serios!”, gritaba el capitán poniendo los brazos en cruz, al estilo Kaiser, mientras los rivales negaban con la cabeza lo que acababan de ver sus ojos. Y serios éramos, supongo, a nuestra extraña manera. No lo es este Barça, sin embargo. O no lo aparenta, al menos, lo que tampoco resulta un gran consuelo para quienes imaginaron a Messi despidiéndose de otra guisa y se encuentran a un dios hecho carne de repente, a duras penas acompañado por unas carísimas hojas de perejil que ni siquiera saben sacar de banda.

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