“Seve era un ‘beatle’, un espíritu salvaje”

Miguel Ángel Jiménez revive la inmensa pasión del cántabro por su deporte y cómo arrastraba multitudes

Severiano Ballesteros, tras ganar su segundo British Open, en 1984.David Cannon

“Seve”. Una respuesta tan corta y que esconde tanto. “Seve el genio, el artista”. Miguel Ángel Jiménez (Málaga, 56 años) no vacila cuando ha de escoger la estrella más deslumbrante que ha visto en su carrera. Y ha visto muchas. No en vano presume de ser el último caddie-jugador, “una especie en extinción”, y de ser el golfista de las tres generaciones. “Yo empecé con Seve, Faldo y Langer; luego viví la explosión de Tiger y cómo todo cambió; y he seguido pateando culos a los jovencitos de la época de McIlroy”. Incombu...

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“Seve”. Una respuesta tan corta y que esconde tanto. “Seve el genio, el artista”. Miguel Ángel Jiménez (Málaga, 56 años) no vacila cuando ha de escoger la estrella más deslumbrante que ha visto en su carrera. Y ha visto muchas. No en vano presume de ser el último caddie-jugador, “una especie en extinción”, y de ser el golfista de las tres generaciones. “Yo empecé con Seve, Faldo y Langer; luego viví la explosión de Tiger y cómo todo cambió; y he seguido pateando culos a los jovencitos de la época de McIlroy”. Incombustible, El Pisha, ganador más veterano en la historia del circuito europeo, espera ahora que llegue la última semana de julio para volver al ruedo en el Champions Tour, el circuito de los veteranos.

“Y entre todos, nunca ha habido nadie como Seve. Ese empuje que tenía en el campo, en todos los sentidos, en el juego, por su carácter… Seve ha sido el deporte del golf. Nunca daba nada por perdido. Daba igual el rival, el momento o lo difícil que estuviera todo. Seve creía y creía, empujaba, y al final encontraba una salida donde nadie podía verla. Dentro y fuera del campo, se rebelaba contra lo que no consideraba justo. Era un espíritu salvaje”, recuerda Jiménez.

Mientras da caladas a un puro en su residencia en la República Dominicana, el golfista andaluz repasa un álbum de recuerdos infinito. Y como todo su deporte, añora al jugador y al hombre cuando se han cumplido nueve años de su muerte, a los 54 a causa de un tumor cerebral que, cuando se lo descubrieron, tenía el tamaño, precisamente, de una bola de golf. “Seve transmitía magia, pasión. Cuánto lo echamos de menos. Yo jugué con él por todo el mundo. En Estados Unidos impactó. Michael Jordan pedía jugar con él. Pero en Inglaterra era una revolución. Arrastraba gente de una manera que no he visto nunca, era un beatle del golf. Los aficionados no le seguían porque fuera el líder o no solo porque pensaran que podía ganar, sino porque iban a ver algo diferente. Les daba igual que no pillara una calle. Seve inventaba. En cada lugar del campo creaba un golpe nuevo. En las islas era dios. Lo adoraban y lo siguen adorando”.

Los aficionados le seguían porque iban a ver algo diferente. Les daba igual que no pillara una calle. Seve inventaba. En cada lugar del campo creaba un golpe nuevo

El golfista inglés Lee Westwood dijo que la presencia de Seve se podía sentir en una habitación aunque no lo vieses ni oyeras. “Es verdad, tenía magnetismo”, coincide Jiménez. “Lo conocí cuando yo tenía 15 años y vino a jugar un Open a Torrequebrada. Todos estaban locos con él. Fue siempre mi ejemplo, y siempre me ayudó. Cuando gané en Bélgica en el 92 yo no decía ni jota en inglés y él me dijo: ‘Has ganado, eres el jefe, haz lo que quieras”. Esa gran confianza en sí mismo, su talento y su imaginación permitieron a Ballesteros cautivar al público, ganar tres Open Británicos (1979, 1984 y 1988) y dos Masters de Augusta (1980 y 1983), y ser más que el alma de Europa en la Copa Ryder que él edificó. Jiménez revive la magia de Valderrama 97 y recuerda como si fuera ayer cada instante que vivió como ayudante del capitán Seve en la primera ocasión en que el torneo salía de las islas. “Se multiplicaba. Literalmente. Estaba en todos lados. ¡Hasta me llamó a las cuatro y media de la mañana para hacer las parejas del día siguiente! ¡Qué pasión!”. El mismo corazón que inspiró a su heredero Olazabal a liderar a Europa en la milagrosa remontada de Medinah en 2012.

Severiano Ballesteros, en Royal Lytham en 1988.David Cannon


El fotógrafo David Cannon fue quien mejor captó la esencia de Seve. Suyas son muchas de las mejores imágenes del cántabro. Como la del puño en alto después de meter el putt decisivo en el Open de 1984 en Saint Andrews, hoy logo de la Fundación Ballesteros. Y esa otra, su favorita, en Royal Lytham en 1988 que condensa toda su furia al golpear la bola. “Su sonrisa nunca será igualada. Iluminaba la cámara. Cada día me daba una gran foto. Alegre, triste o enfadado. Cada emoción era una imagen maravillosa”, recordaba Cannon hace dos años a este periódico. Otro inglés enamorado de Seve, al que visitó en la Pedreña. Como Michael Robinson, con quien compartió sus sentimientos mientras luchaba contra el cáncer.

No hay día que Seve no esté en la memoria de los amantes del golf.

El hijo del albañil y el hijo del jardinero

Cada uno en una punta de España, los dos cerca del mar. Seve en Pedreña, al suroeste de la bahía de Santander. Jiménez en Churriana, en Málaga. Los dos con orígenes muy modestos desde los que surgieron dos golfistas forjados a sí mismos con cabezonería e imaginación. “Fui el quinto de siete hermanos, todos chicos. Mi padre era albañil. Recuerdo una vida sencilla, en un pueblo con las calles sin asfaltar. En casa éramos muchas bocas y había que ayudar. Yo daba de comer a los conejos y las gallinas, salía al campo a recoger hierbas y cabos [de las cañas de azúcar] para las vacas. Era todo campo. Mi primer trabajo fue en un taller. Limpiaba y lijaba los coches. Con 14 años iba los fines de semana al campo de golf a sacarme unas perrillas haciendo de caddie”, rememora Jiménez. “Y así aprendí a jugar al golf, yo solo, mirando. Yo era un niño que crecía en el campo. No veía más allá, así que no podía aspirar a otra cosa. Veía a mi padre albañil, cojo por un accidente, y para mí no había otra cosa que dar de comer a los animales y jugar a las canicas. En ese entorno no avanzabas más porque no veías más. Mi mente no iba más allá de lo que tenía delante. Con el golf vi que había otra vida”.

Como la vio Seve, hijo del jardinero del campo de golf de Pedreña, aquel niño que faltaba al colegio y se inventaba como podía un palo, una bola y un hoyo para jugar sobre la arena. “Hemos surgido de la necesidad”, cuenta Jiménez, “y de nuestro amor por el golf”.

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