Simplemente, Dépor
No hay mejor modo de abonarse al realismo mágico en Galicia que vivir eternamente instalado en el diminutivo
En Galicia pueden ocurrir cosas tan disparatadas como que uno sea hincha del Deportivo desde niño y no se percate hasta casi agotada la treintena, con las canas asomando veloces por los laterales y las arrugas flotando sobre el entrecejo. Don Álvaro Cunqueiro, que de las cosas extrañas de esta tierra sabía más que nadie, solía decir que la verdad no basta, que es necesario tener una memoria deformante y, sobre ella, ir construyendo la propia historia. Qué gran cronista habría sido el mindoniense de las gestas incomprensibles del Coruña, que es como llaman al equipo blanquiazul sus más firmes d...
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En Galicia pueden ocurrir cosas tan disparatadas como que uno sea hincha del Deportivo desde niño y no se percate hasta casi agotada la treintena, con las canas asomando veloces por los laterales y las arrugas flotando sobre el entrecejo. Don Álvaro Cunqueiro, que de las cosas extrañas de esta tierra sabía más que nadie, solía decir que la verdad no basta, que es necesario tener una memoria deformante y, sobre ella, ir construyendo la propia historia. Qué gran cronista habría sido el mindoniense de las gestas incomprensibles del Coruña, que es como llaman al equipo blanquiazul sus más firmes detractores: los aficionados del Celta de Vigo. Para todos los demás, incluso para aquellos que no profesan un especial afecto a sus colores, el Real Club Deportivo de La Coruña es simplemente el Dépor, pues no hay mejor modo de abonarse al realismo mágico en Galicia que vivir eternamente instalado en el diminutivo.
Hace veinte años, cuando el conjunto entrenado por Jabo Irureta se proclamó campeón de Liga con una marca de leche estampada en la camiseta, yo me fui a la cama sin cenar por el simple motivo de que nadie me avisó de lo contrario. A nadie se le ocurrió explicarme que mi equipo era uno y no otro, de ahí el directo invadido por la frustración de entonces frente al regocijo, en riguroso diferido, de esta misma semana. No es cierta esa afirmación tan extendida -y comúnmente aceptada- de que uno no puede cambiar de club una vez superado el umbral de la infancia. La imposición de la fidelidad a los primeros colores, al primer escudo, no es más que otra forma perversa de moralidad y frente a ella se impone la realidad de los nuevos estímulos, del siguiente punto de inflexión. En mi caso, ese momento llegó de la manera más inesperada y violenta: con una entrada de las que encogen las gargantas de los presentes y se perpetúan en el hueso, justo por debajo del consiguiente hematoma.
Se celebraba en Vigo un partido de actores, periodistas, escritores, humoristas... Un derbi de la farándula previo al último Celta-Dépor que se disputó en Primera División, y un amigo de A Coruña me propuso jugar con ellos: les faltaba gente. Con casi cien kilos de peso y una década sin pisar el verde, allí me planté con la mejor de las intenciones, dispuesto a sudar un poco y conocer gente hasta que un balón dividido puso las cosas en su sitio. Llegué tarde, tardísimo, como una locomotora renqueante y a la vez ingobernable. El impacto sonó a desgracia en cien metros a la redonda y el extremo rival voló por los aires con esa levedad del que nada teme porque no se espera lo improbable, mucho menos lo imposible. Me quedé un rato tumbado en el suelo, avergonzado por semejante atropello, y solo al levantarme pude ver las sonrisas cómplices de mis compañeros, las caras de quienes de verdad sienten que no hay partidos amistosos entre facciones irreconciliables. “Así me gusta, que se vayan enterando de qué va esto”, me tranquilizó el actor y capitán del equipo, Xosé Antonio Touriñán, tapándose la boca con la mano. Cuando uno se implica en una guerra hasta el punto de poner en juego la reputación propia y la salud ajena, ya no hay marcha atrás. Por eso me he convertido en un incondicional del Dépor a tan avanzada edad: por Fran, por Touriñán, por Arsenio, por Cunqueiro.