España se asoma a los prodigios

Como ninguna otra cita olímpica, en un año pleno de revoluciones, México permitió al deporte español abrirse al mundo exterior

El actor mexicano Mario Moreno, efe

Jorge González Amo y Clifford Luyk se cruzan con Ralph Boston paseando por la Villa Olímpica de México después de la calificación de salto de longitud. “Este Beamon va a llegar a los nueve metros”, les dice el plusmarquista mundial, “pero no ahora, dentro de un año o así, cuando aprenda a saltar”. Solo 24 horas más tarde, en su primer salto en la final, Bob Beamon, que no sabe saltar y bate indistintamente con la primera pierna que alcance la tabla, sea la derecha o la izquierda, salta 8,90m. No llega a nueve metros, pero sup...

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Jorge González Amo y Clifford Luyk se cruzan con Ralph Boston paseando por la Villa Olímpica de México después de la calificación de salto de longitud. “Este Beamon va a llegar a los nueve metros”, les dice el plusmarquista mundial, “pero no ahora, dentro de un año o así, cuando aprenda a saltar”. Solo 24 horas más tarde, en su primer salto en la final, Bob Beamon, que no sabe saltar y bate indistintamente con la primera pierna que alcance la tabla, sea la derecha o la izquierda, salta 8,90m. No llega a nueve metros, pero supera en 55 centímetros el récord mundial de su compatriota. Después cae sobre el estadio olímpico la tormenta del siglo, un diluvio. Solo una vez en 50 años ha podido saltar alguien más lejos, Mike Powell (8,95m en 1991).

González Amo, atleta de 1.500m, y Luyk, jugador de baloncesto de Nueva York, han llegado a México desde Madrid, ciudad blindada en la que la Universidad y el INEF son como pequeños respiraderos abiertos a un mundo en ebullición, al viaje, al contacto y la mezcla con el exterior, mínimos oasis. Pocos días después, el saltador de altura aragonés Luis Garriga les enseña una foto que se ha hecho con Dick Fosbury, el saltador, el campeón olímpico alto, rubio y con el rostro machacado por el acné juvenil aún, al que han admirado todos los rivales con la boca abierta viéndole saltar de espaldas, la revolución a dos pasos de su mirada. E Ignacio Sola, con las nuevas pértigas de fibra de vidrio, la modernidad, saltaba 5,20m, y durante unos minutos un español, de Bilbao, y una camiseta roja, de lana fina, fue plusmarquista olímpico. Increíble.

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Eran algunos de los 128 atletas españoles (solo dos mujeres) que compitieron en México 68 y lograron tres diplomas olímpicos, en fútbol, hóckey sobre hierba y natación en 200m espalda con Santiago Esteva. Todos comprobaron que fuera de España el mundo se movía muy deprisa. Algunos, los atletas universitarios, ya lo habían experimentado. Comenzaban las luchas estudiantiles, la facultad de Económicas de Madrid se trasladó a unos barracones vigilados por la Guardia Civil y los fines de semana de mayo se organizaban excursiones a París, a vivir la revolución de La Sorbona y la comuna del Barrio Latino cercado por la policía.

Cuando los españoles llegan a México, con tiempo suficiente para aclimatarse a la altitud de la capital (2.240 metros) y al cambio horario, León Felipe, el poeta republicano, acaba de morir y el ejército ya ha tomado la Universidad para combatir las protestas estudiantiles. El día que izan la bandera española en la Villa Olímpica, todos los españoles de México lloran. Los emigrantes de los últimos años lloran de emoción porque es la primera vez en las últimas décadas que ondean en la ciudad la bandera rojigualda y el águila. Los republicanos exiliados tras la guerra lloran de pena. “Hasta entonces, siempre que habíamos ido a competir a México, izaban para España la bandera tricolor, la republicana”, recuerda González Amo. Pocos días después, el 2 de octubre, el ejército masacra a cientos de estudiantes en la plaza de Tlatelolco. El eco de los disparos les llega a los deportistas hasta la Villa Olímpica, desde donde se les prohíbe salir varios días. Algunos jugadores del equipo de hóckey vivieron la matanza y los disparos de los francotiradores desde los tejados a la multitud. Sobrevivieron metiéndose bajo los coches aparcados.

Los Juegos de México ya habían comenzado a convertirse en un acontecimiento para el deporte español bastante antes de que la antorcha olímpica desembarcara en el puerto de Barcelona procedente de Génova a bordo del Palinuro, el buque escuela de la armada italiana. Se trataba de rememorar el viaje de Cristóbal Colón, glorias imperiales y olímpicas entremezcladas. Después de ser encendida en Olimpia, la llama navegó de Atenas a Génova, hasta la casa de Colón. Atravesó Cataluña y Aragón hacia Madrid portada por relevistas a pie en medio de alguna polémica por la elección de los atletas que obtenían el privilegio de transportar la antorcha y de algún susto, como el que sufrió el atleta, y después entrenador de Reyes Estévez, Gregorio Rojo, a quien le explotó la antorcha en la mano por culpa del combustible sólido, muy volátil. Antes de partir hacia el puerto de Palos, donde navegó hasta su primera parada en América, en las Bahamas, en la plaza de Colón madrileña se hizo otro gran acto olímpico.

No estábamos atrasados, sino en la vanguardia González Amo

Todos conocían ya la ciudad. El equipo de atletismo español había competido en México en las pruebas preolímpicas organizadas desde 1965. “No estábamos para nada ni encerrados ni atrasados, más bien en la vanguardia. Era la época en la que Cagigal creaba el INEF y en la federación el presidente Cavero mantenía la revista técnica con cantidad de artículos de los mejores entrenadores extranjeros que nos permitían empaparnos de todo lo que se hacía fuera, y yo y otros atletas de medio fondo ya habíamos salido un par de veces a concentrarnos en Volodalen, en Suecia, con los mejores de la época. Allí me hice amigo de Bodo Tümmler, el alemán que quedó tercero en México tras Keino y Ryun, y después de entrenarme con él logré en la pista de ceniza de Gotemburgo, en agosto de 1968, 3m40s, el récord de España y una de las mejores marcas mundiales”, dice González Amo, que viajó en 1966 y 1967, en estancias de varias semanas. “Viajaban con nosotros los servicios médicos y empezaron a estudiar ya la adaptación a la altura, los cambios en la sangre y en el corazón”. Todos los días se sometían a análisis de sangre para ver las variaciones inducidas por la altitud y también hicieron varias pruebas de esfuerzo aparte de un reconocimiento cardiaco.

Después de los Juegos, el servicio militar obligatorio cortó la progresión atlética de González Amo, quien volvió a ver a Bodo Tümmler 50 años más tarde, el pasado verano durante los Europeos de Berlín. El alemán ya no tiene relación con el atletismo. González Amo sigue siendo uno de los responsables técnicos de la federación.

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