Y de repente, Lopetegui

La euforia ha vuelto a La Roja. El nuevo seleccionador se ha ganado todo el crédito

Lopetegui, en un entrenamiento.Ballesteros (EFE)

Es difícil aplaudir lo que no se ve, lo que no se entiende, por eso a la mayoría de los aficionados nos gustan los futbolistas que saltan al campo con varios cuchillos entre los dientes y el pulsómetro echando humo, a punto de reventar. De manera instintiva, supongo, nos sentimos más seguros defendiendo castillos que atacando fortalezas y es por eso que el juego de posición siempre ha sido visto como una pequeña herejía, una anomalía psicodélica que socavaba cualquier principio fundamental de convivencia futbolística y ponía en riesgo nuestra condición de país modernísimo con cuarenta y tantos...

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Es difícil aplaudir lo que no se ve, lo que no se entiende, por eso a la mayoría de los aficionados nos gustan los futbolistas que saltan al campo con varios cuchillos entre los dientes y el pulsómetro echando humo, a punto de reventar. De manera instintiva, supongo, nos sentimos más seguros defendiendo castillos que atacando fortalezas y es por eso que el juego de posición siempre ha sido visto como una pequeña herejía, una anomalía psicodélica que socavaba cualquier principio fundamental de convivencia futbolística y ponía en riesgo nuestra condición de país modernísimo con cuarenta y tantos millones de entrenadores. De repente, los viejos axiomas del arrojo y el poderío físico dejaron de tener validez frente a un estilo que proponía técnica e inteligencia para ganar, una especie de nuevo comunismo que resucitó viejos demonios y nos puso en guardia frente a la revolución: “Se empieza por pasarse el balón los unos a los otros y se termina amenazando el capitalismo”, pensaron algunos.

El caso es que fue ese modo de jugar, tan holandés, el que terminó por auparnos al cielo y no por asalto, precisamente, sino por puro sentido común. Era tan evidente que la fórmula había funcionado -y tantas las alabanzas recibidas desde el exterior- que nostálgicos y aperturistas terminaron por firmar una tregua que duró lo que tardaron en llegar las derrotas: primero en Brasil y después en Francia. Entonces volvieron a alzar la voz quienes saborearon las mieles del éxito con cierto desagrado, como quien acude a la Boda Roja y no se encuentra cómodo porque lo han sentado entre desconocidos. La fiesta había terminado y se imponía un retroceso ordenado hacía las posiciones de partida: olvidar el virtuosismo de los xaviniestas y retomar la furia, especialmente ahora que los españoles somos un pueblo bien alimentado y por doquier florecen titanes de casi dos metros y espaldas como estanterías.

Tan seguro estaba el aficionado español de la caducidad del modelo chiquilín que las encuestas aclamaban a Joaquín Caparrós como el candidato ideal para suceder a Vicente del Bosque, especialmente espoleadas por una necesidad casi atávica de afilar el hierro y levantar murallas cuando las cartas vienen mal dadas. El futuro de la selección no podía depender de futbolistas como Isco o Thiago, se decía, intermitentes crónicos con excesivo interés por el lucimiento personal y escaso apego por lo colectivo. En este ambiente de exaltación rocosa llegó Julen Lopetegui a la selección, una decisión que se recibió como aconsejan los nuevos tiempos: a golpe de meme y profusión de vídeos con su famoso desmayo televisivo.

Ha pasado poco más de un año desde el anuncio y, miren por dónde, la euforia ha vuelto a instalarse en el entorno de la Roja. En apenas un puñado de partidos, Lopetegui se ha ganado todo el crédito que algunos -yo el primero- tratamos de negarle nada más aterrizar, convencidos de que su designación obedecía más al politiqueo habitual de la RFEF que a las necesidades reales de la selección. Nos equivocamos gravemente, es evidente, y volveremos a hacerlo si comenzamos a dudar de su labor en cuanto lleguen las primeras derrotas, lo más habitual en un juego donde solo puede ganar uno. Nuestra felicidad vuelve a girar en torno a la pelota y parece justo reconocer que ha sido Julen Lopetegui, aquel antiguo portero de corte mullet y gusto por la palomita, el encargado de devolverla al centro mismo de nuestro manoseado universo futbolístico.

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