Brasileños

"No queda un solo futbolista en Brasil que valga más que los billetes de avión para traerlo a Barcelona", dice Josep Maria Minguella

Neymar celebra el sexto gol del Barcelona al PSG.Quique García (EFE)

Hace poco más de un año tuve la suerte de compartir mesa y mantel con una de las enciclopedias vivientes del fútbol español, quizás el primero de los superagentes FIFA al que todo el mundo reconocía por la calle antes de que Jerry Maguire pusiese de moda una profesión que hoy tiene como máximo exponente a Jorge Mendes, esa especie de Dorian Grey a la portuguesa a quien se le avejenta la cartera de clientes antes de que en su cutis se perfile, siquiera, la sombra de una triste arruga. En realidad fue una suerte relativa pues Josep Mari...

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Hace poco más de un año tuve la suerte de compartir mesa y mantel con una de las enciclopedias vivientes del fútbol español, quizás el primero de los superagentes FIFA al que todo el mundo reconocía por la calle antes de que Jerry Maguire pusiese de moda una profesión que hoy tiene como máximo exponente a Jorge Mendes, esa especie de Dorian Grey a la portuguesa a quien se le avejenta la cartera de clientes antes de que en su cutis se perfile, siquiera, la sombra de una triste arruga. En realidad fue una suerte relativa pues Josep Maria Minguella sigue siendo uno de esos zorros plateados que empiezan a palparse la chaqueta en cuanto ven aparecer al camarero con la cuenta, que es su manera de decir que la charla y las confidencias no van a salirte gratis del todo.

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Minguella te cuenta las cosas mirándose las manos, consciente de que hubo un tiempo en que casi todo cuanto se movía en Can Barça pasaba por ellas, de un modo u otro. Cada una de las historias que relata las comienza con un “esto no se debería contar”, en un gesto que recuerda mucho a aquel “así no se puede trabajar” del mítico periodista Renato Simoni: el italiano se pasó treinta años trabajando en el mismo periódico sin dejar de alzar su protesta ni un solo día y Minguella te cuenta aquello que no se debería contar y también un poco más. Así nos destripó el fichaje de Maradona por el Fútbol Club Barcelona, por ejemplo; una trama de intrigas militares y deportivas que haría palidecer al mejor de los novelistas. Posteriormente, quizás para demostrar que no es el típico abuelo que entretiene a sus nietos con viejas batallas, nos explicó la triste realidad del mercado brasileño de futbolistas, antaño una selva exuberante donde abundaban las piezas de caza mayor y convertida, a día de hoy, en un bazar de saldos del que apenas se puede aprovechar nada.

El asunto había salido a colación del extraño fichaje de Douglas Pereira, ese supuesto lateral derecho que alguien se sacó de la chistera mientras dejaba pasar el tren de Marco Asensio y que a Minguella le pareció, cómo al resto de la humanidad, el colmo de los despropósitos. “No queda un solo futbolista en Brasil, tras la salida de Neymar, por el que valga la pena pagar mucho más que los billetes de avión necesarios para traerlos a él y a su señora hasta Barcelona”, sentenció con esa cara que ponen los compradores de almeja en las lonjas cuando ya tienen los camiones llenos de género.

Sus tajantes palabras resuenan con fuerza estos días en los que han regresado, como las oscuras golondrinas, los futbolistas del Brasil a las portadas de los principales periódicos deportivos de Barcelona. Aquella ilusión de antaño, cuando la alegría inundaba nuestras vidas a golpe de rumor canarinho, se ha convertido ahora en una perezosa indiferencia, un desamor que solo parece tener cura nacionalizando como brasileño a Verratti. Los Rochemback, Geovanni, Henrique, Keirrison y Douglas parecen haber abierto una brecha irreparable entre Brasil y el Barça, un nuevo recorte a nuestra maltrecha carta de derechos fundacionales en la que, sin necesidad de ponerlo por escrito, se podía leer que la historia del Barça se fundamentaría sobre la Santísima Trinidad del fútbol: cruyffismo, Masía y samba.

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