Luka Modric festeja el triunfo de Croacia sobre TurquíaChristian Hartmann (REUTERS)

Después de un par de actuaciones decisivas, Carlo Ancelotti dejó caer un poco de su sabiduría campesina: “Su mayor virtud es la penetración con el balón. Cuando un equipo está cerrado, a veces no basta con tocar ni ser rápido. Una penetración vertical puede desequilibrar al rival”. Hablaba de Luka Modric y de una virtud que el cuerpo técnico del Madrid adivinó después en otro croata más joven, Mateo Kovacic: cuando no sabe qué hacer con el balón, se pone a correr con él saltando líneas de forma infantil. Esa virtud que en Modric destacaba Ancelotti tenía otra peculiaridad que ayer sufrió Turqu...

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Después de un par de actuaciones decisivas, Carlo Ancelotti dejó caer un poco de su sabiduría campesina: “Su mayor virtud es la penetración con el balón. Cuando un equipo está cerrado, a veces no basta con tocar ni ser rápido. Una penetración vertical puede desequilibrar al rival”. Hablaba de Luka Modric y de una virtud que el cuerpo técnico del Madrid adivinó después en otro croata más joven, Mateo Kovacic: cuando no sabe qué hacer con el balón, se pone a correr con él saltando líneas de forma infantil. Esa virtud que en Modric destacaba Ancelotti tenía otra peculiaridad que ayer sufrió Turquía: si Modric estaba cansado para penetrar en las líneas enemigas, mandaba al balón a penetrar por él.

Su gol tuvo el efecto de una bomba teledirigida. No ya por el golpeo (un golpeo ensimismado; un voleón de playa más parecido al de un adulto que acaba mandando la pelota al mar) sino por el bote asesino que pegó delante del portero. En el despeje del jugador turco hacia los aires, enviando el balón a una zona de entreguerras, hay hasta una exótica estrategia improvisada: la pantalla que hace un jugador croata para que Modric, que viene con el empeine en la mano, le pegue al balón como en la pelota vasca. Cuando todo está cerrado, pudo decir Ancelotti, no basta con tocarla ni ser rápido: hay que arrear.

Croacia fue lo que Modric quiso que fuera. Un equipo enseñado, maduro, arrojado. En la biografía reciente de Modric —Luka Modric, el hijo de la guerra (Al Poste, 2016)— los periodistas Vicente Azpitarte y José Manuel Puertas sitúan la readaptación de Modric como si de un brasileño se tratase: de una competición más lenta y con espacios, en la que explotar toda la creatividad, a una premium en la que hay que resolverlo todo de la misma manera pero en mucho menos tiempo. “La diferencia es infernal”, dijo Modric al llegar a la Premier. El entrenador croata Ilija Loncarevic calculó la dieta de Modric en el centro del campo: en el Dínamo de Zagreb podía llegar a dar cinco toques cada vez que recogía el balón, en el Tottenham lo rebajó a dos como mucho. Por allí circulaban, buscando espacios como depredadores, Berbatov y Robbie Keane.

Modric es el jugador por el que más sentido tiene pensar que el Madrid es inmune a la extinción. Por él y por Bale mandó una curiosa felicitación el Tottenham al Madrid después de la final de Lisboa: “Enhorabuena por ganar la Champions con nuestros jugadores”. Si le transmite su carácter a Croacia será aún mejor noticia que si le transmite su juego.

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