Morir esta tarde

Nadie debería fallecer sin experimentar la electrizante conmoción de que su equipo gane la liga

Jamie Vardy en el partido contra el Arsenal. Tony O'Brien (REUTERS)

Mi amigo Gascón murió hace 15 años. Unas semanas antes de fallecer estaba muy enfermo en cama y fumábamos y hablábamos de cosas alegres, como si la muerte no estuviese del todo inventada. Mientras, de fondo, sonaba un carrusel en la radio. Él pendía de una mascarilla de oxígeno y yo de un paquete de Chester. Cada vez que quería dar una calada a mi cigarro me tiraba de un brazo, le apartaba la mascarilla, fumaba, y se la colocaba de nuevo, para que respirase. A última hora se puso a decir incoherencias. En un tramo del carrusel en que se cantaron cinco goles consecutivos, en otros tantos estadi...

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Mi amigo Gascón murió hace 15 años. Unas semanas antes de fallecer estaba muy enfermo en cama y fumábamos y hablábamos de cosas alegres, como si la muerte no estuviese del todo inventada. Mientras, de fondo, sonaba un carrusel en la radio. Él pendía de una mascarilla de oxígeno y yo de un paquete de Chester. Cada vez que quería dar una calada a mi cigarro me tiraba de un brazo, le apartaba la mascarilla, fumaba, y se la colocaba de nuevo, para que respirase. A última hora se puso a decir incoherencias. En un tramo del carrusel en que se cantaron cinco goles consecutivos, en otros tantos estadios, empezó a mover mucho los brazos, en busca de algo. “¿Qué quieres?”. Entonces se quedó quieto, observándome, y me agarró de la manga. Retiré la mascarilla y me susurró con la voz carcomida: “Ganar la Liga”. Deliraba, pero sabía lo que decía. Gascón era de Osasuna, y, aunque dijo más cosas antes de irse, me gusta creer que aquella frase fue su último deseo.

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Muchas veces he pensado que nadie debería morir sin experimentar la electrizante conmoción de que su equipo gane la Liga. Aunque ese equipo sea Osasuna o el Leicester City. No es tanto pedir. Una Liga bastaría. No hay que abusar de la felicidad. La reiteración de los placeres favoritos acaba por rebajarlos. Me pregunto si algún madridista, vivo o muerto, recuerda su 22º título, por ejemplo. En cambio, ¿qué aficionado de Osasuna, Oviedo o Éibar no podría evocar cada detalle, como número de cigarros fumados o camisas planchadas, del año que levantaron su Liga? Un título así, en manos de una escuadra modesta, sería tan impactante que se podría recordar aunque nunca hubiese sucedido.

Es difícil no conmoverse cuando el club menor cuestiona, sin que nadie lo vea venir, el dominio del rico y laureado. Y cómo no sentir animadversión hacia ese equipo poderoso, y al mismo tiempo tener el deseo de convertirse en uno igual. “Me opongo a los millonarios”, afirmaba Twain, “aunque sería peligroso ofrecerme ese puesto”. En España rara vez se producen estos zarpazos, así que nos conformamos con ver cómo acontecen a lo lejos. De pronto, vivimos pendientes de que el Leicester City asalte la Premier. Su triunfo sobre los grandes clubes ingleses constituiría un oscuro gozo incluso para aquellos a los que ni nos va ni nos viene. Meter las narices donde no nos llaman es uno de los entretenimientos más fascinantes que existen.

Nadie sabe si el Leicester resistirá el empuje de Tottenham, Arsenal o Manchester City, que en última instancia simbolizan el típico equipo que te mira mal y te dice, como John Wayne a Lee Marvin en El hombre que mató a Liberty Valance: “Ese bistec es mío”, para que te apartes. A favor del Leicester juega que ha entrado en la fase en la que ya no se siente menos que nadie, igual que ese señor que no es rico en absoluto pero tiene todo el dinero que se necesita para toda una vida, a cambio de que se muera hoy por la tarde.

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