PURO TEATRO

Hace algo de frío ahí arriba

Blanca Portillo encabeza un buen reparto para una versión un tanto confusa de 'La señora Dalloway'

Blanca Portillo, en una escena de 'Mrs. Dalloway'.sergio parra

El Español madrileño ha llevado a escena La señora Dalloway, la novela de Virginia Woolf. Firman la libérrima versión Carme Portaceli, que también la dirige; Anna Maria Ricart, igualmente responsable de la de Jane Eyre, y Michael De Cock, director artístico del KVS de Bruselas, que coproduce el montaje. Proyecto ambicioso y con estrategias arriesgadas: esencialmente, reducir el número de personajes, convertir los flujos de conciencia de la novela en diálogos y monólogos, y los recuerdos en escenas presentes....

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El Español madrileño ha llevado a escena La señora Dalloway, la novela de Virginia Woolf. Firman la libérrima versión Carme Portaceli, que también la dirige; Anna Maria Ricart, igualmente responsable de la de Jane Eyre, y Michael De Cock, director artístico del KVS de Bruselas, que coproduce el montaje. Proyecto ambicioso y con estrategias arriesgadas: esencialmente, reducir el número de personajes, convertir los flujos de conciencia de la novela en diálogos y monólogos, y los recuerdos en escenas presentes. A mis ojos, contrastan la excelencia de los ocho intérpretes, que no siempre tienen bastante tela textual a su disposición, y esa adaptación cuya alternancia de tiempos en un mismo espacio recuerda el clima onírico de India Song, de Marguerite Duras, y a ratos resulta un tanto confusa.

Tengo mis dudas de que pueda seguirse la función sin haber leído la novela. No me refiero solo a la trama. ¿Para qué resituarla en tiempo presente? La oscura atmósfera posbélica del Londres de los años veinte se desvanece. Y poco jugo parecen haberle sacado a la actualidad: unas cuantas llamadas por teléfonos móviles y un par de guitarras eléctricas. Pero quizás el problema dramático central sea el espacio. ­Anna Alcubierre ha de lidiar con la sala grande, y logra bellos efectos visuales (el techo floral de la segunda parte), pero es difícil crear intimidad: mucha casa para tan pocos invitados. Y un cierto frío emocional, que sin duda puede ser uno de los conceptos clave de la historia, aunque a costa de perder empatía con el espectador. En cambio, un elemento muy sugestivo a la hora de apoyar la atmósfera es la banda sonora de Jordi Collet, algunas de cuyas pinceladas me recordaron la sutileza de The Sinking of the Titanic, de Gavin Bryars.

Algunos personajes han sido cambiados o reinventados sin demasiada fortuna. Es el caso de Doris Kilman, que en la novela siente una difícil atracción (la época impone sus leyes) por Elizabeth, la hija de los Dalloway: aquí la relación les resulta mucho menos conflictiva. Es otra, simplemente. Zaira Montes (Doris) y Anna Moliner (Elizabeth) están estupendas, pero a esa pareja le falta definición: apenas tienen escena y media para desarrollarla.

Los personajes literalmente reinventados son Angélica (Gabriela Flores) y Max (Jimmy Castro), que ocupan los lugares que en la novela corrieron a cargo de Septimus Warren Smith, un soldado de clase baja que volvía de la Gran Guerra enloquecido por el combate, y su novia, Lucrezia. Creo que no ha sido buena idea sacar del mapa a Septimus, porque Clarissa y él son dos seres socialmente muy distintos pero espiritualmente emparentables, aunque aquí se presenta una interesante opción: Angélica, su sustituta escénica, es una escritora abatida por la enfermedad mental (lo que hace pensar en una operación similar a la de Las horas) y cuyos diálogos con su esposo, Max, y el psiquiatra doctor Bradshaw parecen evocar los atormentados dietarios de Virginia Woolf.

En la novela, Septimus y Lucrezia apenas se cruzaban con Clarissa. Angélica y Max tampoco, pero es más complicado averiguar de dónde proceden: al compartir sala, parecen intrusos que se han colado en la fiesta.

Da un poco igual, porque Gabriela Flores y Jimmy Castro sufren un conflicto vivo y terrible: ella vive acosada por una voz interior y solo logra mantenerse a flote escribiendo; él no logra comprender qué le sucede a su esposa, ni consigue sacarla del pozo. Como nunca estoy contento, querría verlos más rato en escena. Y que a un actor tan sensible como Jordi Collet no le hubieran marcado un doctor Bradshaw cercano a la caricatura.

Siguiendo las estructuras duales de la novela, Peter y Sally, unidos por el rechazo de Clarissa en su juventud, en manos de Manolo Solo e Inma Cuevas recuerdan a los personajes de Old Times, de Pinter. Son dos poderosos intérpretes: él da muy bien el sarcasmo y la amargura de Peter, y ella seguirá siendo la amiga e iniciadora de unos tiempos que no volverán.

Lo peor resuelto de la función, para mi gusto, es la gélida y forzada escena del baile, con la chirriante aparición del psiquiatra y el anticlimático (aunque vigoroso) momento de rock, con Solo y Collet a las guitarras, Castro a la batería y Moliner como cantante.

Blanca Portillo es Clarissa Dalloway, la “perfecta dama de sociedad” que da las mejores fiestas de Londres, pero está atrapada en la telaraña del paso del tiempo, una creciente sensación de invisibilidad, y siente “un vacío en el centro mismo de la vida”. Antes hablaba del frío emocional, y se comprende que en el último tercio la actriz baje a platea y se meta al público en el bolsillo como si fueran los auténticos invitados, porque siempre es un placer escucharla. Borda sus diálogos y deslumbra en sus monólogos: poderosos, naturales, conmovedores.

Mrs. Dalloway. Texto: Virginia Woolf. Dirección: Carme Portaceli. Teatro Español. Madrid. Hasta el 5 de mayo.

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